La risa de los dioses
De Oscar Wilde dijo alguien que era un caballero dedicado al pobre propósito de asombrar al público con corbatas y con metáforas. Intento redactar un par de folios sobre la afectación circunspecta que se lee sin pena en los primeros planos de ese águila bicéfala momentáneamente desdoblada que nos observa con seriedad teológica desde los carteles electoreros, y no puedo reprimir la reductora frase sobre aquel imposible dandy de nuestra infancia. Corbatas y metáforas, exactamente..Parecen convencidos los líderes indiscutibles, esa castiza divinidad hispana, de dos rostros que finge mirar en direcciones históricas opuestas, Jano plastificado de andar por casa, de que la mejor metáfora para asombrar. el voto indeciso es la seriedad. Más precisamente: la figura retórica de lo serio. Sus rictus de suma gravedad cartelera hacen juego con las corbatas, esos nudos que atenazan las nada profundas gargantas de Suárez y de González. Están convencidos de que la risa no es políticamente rentable y por eso han descartado de sus campañas la hilaridad, esa gran aportación a la democracia parlamentaria de los deseantes de la Casa Blanca.
Ni siquiera sonríen. Fruncen el ceño, se colocan la careta procerosa, presentan la adustez como oferta y representan la ceremonia de la solemnidad como garantía. Por lo menos resulta sorprendente el método de ganarse las simpatías populares poniendo cara de pocos amigos. Estábamos tan acostumbrados a la metodología del Profidén y del Close-up en estos tinglados bipartidistas, que asustan estos gestos tétricos que esbozan nuestros líderes para halagar al auditorio.
Existe una estética de la seriedad que ahora no pretendo descubrir, sólo repetir: «Lo serio», como simulacro de la neutralidad y de lo trascendente, como centro artificial de ese chirriante sentido común que se opone por igual a lo trágico y a lo humorístico, a la aflicción y a la alegría. Adolfo y Felipe, Isabel y Fernando, Bouvard y Pecuchet, quieren hacernos creer que la gravedad es el estado natural del hombre con pretensiones históricas o divinas. Están en su derecho, pero olvidan que la seriedad también es una mueca que sólo puede dibujarse en el rostro por el procedimiento suicida de censurar la risa. Una mueca cómica, evidentemente.
Sospecho, sin embargo, razones más espirituales tras estas seriedades que nos castigan desde las vallas publicitarias. Observo bastante prejuicio judeocristiano en estas ostentosas prosopopeyas de los divos principales y complementarios. Disculpen el excurso que viene, pero no tengo más remedio que relacionar estas seriedades electorales con las medievales discusiones sobre la licitud del humor en los asuntos públicos. ¿Llegó Cristo a reír alguna vez? Juan Crisóstomo, Juan de Salisbury y Pedro Cantor, entre muchos otros, lo negaron. ¿Pecaba el monje si incurría en jocundidad? El ideal antiguo de la gravedad cristiana posee una estremecedora jurisprudencia: San Efrén Siro escribió una parénesis contra la risa de los religiosos y, a decir del erudito Curtius, cosas análogas se encuentra en San Basilio, Hugo de San Víctor, San Benito, en los intransigentes de la contrarreforma y en los jansenistas. Y todo esto a pesar de que Aristóteles había dicho que la risa distinguía al hombre del animal.
Es verosímil que los dos pretendientes de la Moncloa estén serios de funeral en sus posters para no ser del todo infieles a la historia sagrada que han grabado en las mentes del electorado. En su olímpico esfuerzo por alcanzar el poder, intentan emular la hazaña de aquella divinidad que alcanzó el título de Única precisamente por haber dejado de reír. Y es que, como decía el ignorado Klossowsky, los dioses llegan a morir de risa cuando uno de ellos pretende ponerse serio, es decir, singular y mayúsculo.
No asombrarán Con sus corbatas, pero pasman con sus metáforas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.