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Tribuna
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El color de las tapas

Candidato al Congreso por UCD y ministro de Obras Públicas

Me parece recordar que ha sido el presidente de la Asociación para el Progreso de la Dirección quien ha dicho algo así como que «los programas económicos de los partidos sólo tienen dos diferencias básicas: el tipo de letra y el color de las tapas». ¿Lo ha dicho como un elogio o como una crítica? Voy a intentar explicarme. Son muchos millones de españoles con derecho a votar en las próximas elecciones -y sus hijos y nietos- quienes se enfrentan otra vez, en muy poco tiempo, con esa caravana de color variopinto -del rosa al amarillo-, con esa algarabía de circo a escala nacional en la que un político aparece con un megáfono en el andén de un metro, otro jugando al fútbol con ímpetu de adolescente y aquél subido en un andamio, en conversación «relajada» con un trabajador de la construcción.

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Durante las próximas semanas, aquí vamos a ver todos los números de la imaginación americana o alemana, según el caso, en su versión celtibérica. Todo ello adornado de carteles y pegatinas de color superpuestas con promesas de pan, justicia y libertad para todos. Pero quienes hayan tenido ya la experiencia de las pasadas elecciones y quienes en estos primeros días se hallan enfrentados con el personal al que solicitan el voto, saben que esos millones de españoles tienen muy simplificada la imagen del partido al que van a votar. Y quienes hoy todavía aparecen en las encuestas de opinión en el epígrafe «no saben, no contestan», saben ya perfectamente a quién van a votar. Y tanto los que dicen como los que no lo dicen, van a votar a Adolfo Suárez y al centro, o a González y los socialistas, o a la derecha, o a los comunistas.

Esos millones de españoles, que nada tienen que ver con las reducidísimas élites políticas de Madrid, Barcelona, Bilbao o Murcia, que no leen los periódicos y que, alguno que me ha visto algún día en televisión, cuando le doy la mano; me dice sonriente: «¿Cómo no voy yo a conocer a Rodríguez Walker?», esos millones, aquí, en Europa y en América, votan mucho más por las imágenes, por sus intuiciones o por ese último sentido común que hacen que la cosa, al final, tenga más lógica que las propias elucubraciones de los elitistas o las profecías de los profesionales de la política. Y rara vez se equivocan.

Pero si uno, que lleva unos cuantos años de oficio a sus espaldas, les pregunta: ¿Por qué a Suárez?, ¿por qué a González?, ¿por qué a la derecha o a los comunistas?, no puede sorprenderse cuando contestan con sencillez y sin rodeos; porque es el mejor, porque es socialista como yo, porque yo he sido comunista cuando metían en la cárcel, porque Fraga daría palos, que es lo que hace falta. Nadie, ninguno de esos millones de ciudadanos de a pie, de los que bacen que este país sea como es y no de otra manera distinta, conocen ni la letra impresa, ni las tapas de colores de los programas políticos. Pero, ¿es que acaso conocen las diferencias programáticas los militantes de los propios partidos? ¿Es que los candidatos a diputados, senadores y concejales sabrían matizar sus discrepancias en los temas agrícolas, industriales y energéticos? Y vuelvo a insistir, tampoco aquí los españoles nos distinguimos de los ciudadanos americanos o suecos, porque hace muy pocos meses, en una de esas encuestas de opinión, realizada en Alemania, se comprobó con sorpresa -¿con sorpresa?- que los candidatos a diputados y senadores de los distintos partidos políficos no se conocían sus propios programas electorales.

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Esta conclusión tan negativa, tan escéptica, en alguna manera tan cínica, no merece, sin embargo, esos calificativos que surgen de una reacción espontánea. Porque resulta que los españoles, por primera vez en muchísimos años, nos hemos puesto de acuerdo al redactar la Constitución, en una serie de cosas fundamentales por las que tantas veces en la historia los pueblos luchan y mueren, es decir, se juegan la vida porque piensan que esas cosas, precisamente, esas no son negociables.

Aquí hemos aceptado todos la Monarquía como forma de Estado, la democracia como forma de Gobierno, la regionalización del Estado y el sistema de producción de riqueza que conocemos por el nombre de economía de mercado. A partir de ahí cabe toda suerte de matizaciones e interpretaciones accidentales. Pero ya no estamos discutiendo sobre el ser o no ser. Estamos «sólo» pronunciándonos sobre el tema de la NATO, sobre el divorcio, sobre la inflación y sobre el orden público. Quien escribe ahora estas líneas escribía el 12 de noviembre de 1974: «A medida que el reparto de los bienes se hace más equitativo, cuando las diferencias entre las ideologías y los credos religiosos se atemperan, y los enfrentamientos culturales y regionales pierden virulencía», estamos haciendo posible la democracia. ¿Es que acaso la NATO, el divorcio, el paro y el orden público no son temas vitales? Efectivamente, lo son. Y para resolverlos cada cual ofrece sus soluciones. Pero ya no anda Dios por medio en los programas políticos, ni la República es una alternativa constitucional, ni la unidad de España puede nadie cuestionarla desde el reconocimiento de las comuni,dades autónomas. Aquí, por primera vez en muchos años, cabemos todos los españoles. Y a partir de ahí, las soluciones que se ofrecen por unos y otros son sobre temas graves y acuciantes, pero en los que cabe el compromiso y, a veces, la coincidencia.

Los millones de españoles que votarán el próximo 1 de marzo, quizá no lleguen a conocer ni tan siquiera el color de las tapas de los programas electorales de los distintos partidos. Pero saben e intuyen que las soluciones concretas que se ofrecen son muy distintas. La prueba es que en las elecciones de junio de 1977, después de tantos años sin votar, apostaron masivamente por el futuro y no por el pasado. Y el futuro, el próximo día 1 de marzo, sigue apuntando al centro sociológico del país. Porque, precisamente, desde esa perspectiva ha sido posible despejar este horizonte de libertades.

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