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Del existencialismo al pasotismo

Presenciar o escuchar un debate sobre la juventud protagonizado por los líderes de las secciones juveniles de los, partidos es una invitación a que los llamados jóvenes rompan el carnet o se borren de su condición de tales. Si yo fuera «joven» probablemente elegiría el camino de un asilo en el barrio de Malasaña ante la sarta de chuminadas que se oyen sobre la susodicha «problemática».Algo sin duela sustancial ha ocurrido en este país para que los jóvenes estudiantes que durante el franquismo provocaron con razón el caos en la Universidad o los jóvenes obreros que se jugaban el tipo en CCOO hayan sido sucedidos por unas gentes en buena medida alejadas de la política y, consecuentemente, de los partidos. Es más: incluso los aún militantes se sienten marginados en sus respectivas organizaciones y, en el mejor de los casos, se dedican a sembrar cizaña sin ahorrar severas críticas hacia sus líderes mayores.

Está claro que hay un desajuste básico. El fin de la dictadura ha provocado un desfondamiento similar al que se produjo en Francia al acabar la guerra. Mientras los combatientes y los paladines de la resistencia, protagonistas de aquel cataclismo irracional, dilucidaban cómo podían vivir la vida cotidiana unos ex héroes, sus hijos sorprendían a las concurrencias con actitudes, sentimientos y lenguajes extraños. Los jóvenes franceses de los primeros cincuenta eran «existencialistas». Y nadie sabía muy bien, a nivel práctico, con qué se comía eso. El tópico los situaba barbudos y sucios, despreocupados, vagando entre la ginebra y el jazz en las caves de Montparnasse.

Aquí no hemos salido de una guerra, pero para el caso viene a ser lo mismo. En los umbrales de la nueva etapa, mientras los mayores se pavonean de su democratismo finisecular, nuestros chicos nos sorprenden con una nueva filosofía para andar por casa. Vestidos estrafalariamente, pululan, según el tópico, entre el porro y la música del Chick Corea de turno. Son pasotas, se dice. Tampoco nadie sabe muy bien qué quiere decir esto, si no fuera por la presencia de una serie de signos externos, entre los cuales no es el menos importante el lenguaje.

Existencialistas de nuestro tiempo, los pasotas se despreocupan de la política. La adscripción activa (ya ni siquiera a la CNT) les repugna tanto como un confesonario. Les rebajan la mayoría de edad a los dieciocho años y ellos no la aprovechan para votar, como esperaban los santones, sino para otros menesteres más prosaicos. Sus ídolos, ciertamente, no son los ex combatientes y mártires de la democracia. Su Boris Vian sería -salvando las distancias- el Ramoncín. La cultura, entendida al modo tradicional, les resbala. En Francia todos eran existencialistas, alevines de Sartre, sin saber exactamente lo que eso significaba. Aquí todos se dicen hijos de una acracia a la que no piden mayores explicaciones.

Yo no llevo ninguna interpretación en la manga ni soy aficionado a los diagnósticos profesionales. Sólo digo lo que el sentido común y todo el mundo sabe: que esta gente está ahí y nosotros, en mayor o menor medida, acá; que el país que se puede leer en los periódicos va por un lado y ellos por otro; que contra lo que a nosotros nos sucedió a su edad, ellos prefieren «la existencia» a la política; que nosotros luchamos contra la dictadura y ellos «combaten» a la democracia con la indiferencia o el desprecio; que cuando se reúnen cuatro sociólogos avanzados para debatir y estudiar soluciones a la «problemática», están haciendo el canelo; que esta gente no quiere nada y lo quiere todo, como muy bien lo expresan cuando dicen «paso de todo»; que cuando los sesudos varones dicen: «La juventud siempre fue rebelde», están apaleando con su estulticia a los jóvenes; que cuando la autoridad propone mano dura con esas costumbres licenciosas, está disponiendo una acción de apostolado en favor de dichas licencias; que cuando los bienintencionados dicen: «Los jóvenes siempre tienen razón», no saben a qué razón acaban de referirse; que cuando los sinceros dicen: «Los jóvenes, como los obreros, como los empresarios, no siempre tienen razón», están provocando la hilaridad de los recién-mayores que observan el lío que han armado.

Y es que la Administración y los partidos andan realmente despistados, a pesar de que intentan comprender. Un botón de muestra son las recientes palabras de Josep Palau, secretario general de la Unión de Juventudes Comunistas, en las que insiste en la incapacidad de los partidos para atraerse el interés activo de la juventud, mientras propone crear nuevos cauces de participación en la política para los jóvenes (!), entre cuyas bases debe cambiarse ante todo el idioma de viejos empleado hasta ahora, proponiendo, como punto de partida válido para enfocar el problema juvenil, el reconocimiento del «derecho a ser pasota, pero a pesar de todo vota».

Tal lema es un ejemplo fantástico de buena voluntad y cerrazón mental. Josep Palau tampoco parece haber entendido nada. Y más de un joven puede haber muerto de risa ante tamaña invitación-solución. Ya lo sabéis, muchachos, podéis seguir siendo pasotas, pero con el voto por delante.

Seamos serios. No es perdonándoles la vida a los jóvenes como van a interesarse por la política. No es aceptando compasivamente su condición como acudirán a las urnas. No es chapurreando su pasotismo como van a dar abrazos a sus mayores. No es dándoles dinero para porros como aceptarán un carnet político. La cuestión es mucho más simple: lo que ofrecen los partidos no les interesa, lo que ofrece la política no les interesa. ¿Son egoístas, hedonistas, situacionistas, inconscientes, inconsistentes, imprudentes, impertinentes, inapetentes, incipientes, incoherentes, indiferentes? Puede que sí, pero son como son.

¿Y cómo son?

Cualquiera sabe. A mí me da la impresión de que las fechas del 1 de marzo y 3 de abril no les preocupan demasiado y de que, cuando abren el periódico, las páginas dedicadas a las elecciones se las saltan por sistema.

Bueno, sí, pero ¿cómo son entonces?

Cualquiera sabe. Probablemente el próximo 1 de marzo, mientras los demás cumplimos con nuestro deber cívico, ellos harán como Woody Allen (ese sí que es existencialista, Boris Vian y pasota), que cuando estaban concediéndole el oscar al mejor director en Hollywood, él tocaba el clarinete en un bar de Nueva York rodeado de amiguchos.

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