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Tribuna
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"Electoralismo"

Ya no es el Japón el imperio de los signos, como defiende obstinadamente Barthes. Ya le hemos usurpado al espacio del Sol Naciente la dictadura ideográfica, la capitalidad semiótica, la hegemonía sígnica, la arrogancia impertinente de la expresividad callejera. Nuestra tardía titulación democrática también posee sus ventajas: somos la vanguardia incuestionable de países productores de signos políticos. Por obra y milagro de las elecciones que se agazapan a la vuelta de la primavera está siendo posible comunicarnos espléndidamente sin necesidad de recurrir a esos dos trucos viejos como la historia que son la escritura y la palabra, monipodio tan falaz y tiránico como el que relaciona bastante sexualmente las palabras y las cosas, y no, precisamente, al hermoso estilo cratilisino.Me refiero naturalmente al llamado «electoralismo», procedimiento narrativo mediante el cual una serie de ciudadanos con nobles aspiraciones políticas comunican con precisión matemática sus mensajes ideológicos por medio de significantes no directamente relacionados con sus propias políticas e ideologías. O también, al complejo arte de descifrar en los gestos, actuaciones, omisiones o simples rasgos fonéticos del adversario propagandas extemporáneas, ilegales, capaces de influir sobre el voto.

La práctica diaria de la política de ahora mismo consiste en demostrar que los «electorables» de sigla contraria son «electoralistas». Y el método para proclamar tan sorprendentes descalificaciones no es otro que el de la caza y captura de esos signos no lingüísticos que aparecen en público enmascarados de naturalidad, pero recorridos de cabo a rabo de publicidad gratuita.

Las metáforas antiguas sobre el cotarro han quedado, las pobres, orilladas sin piedad, que esto ya no es ruedo, ring, piel de toro, crucero de culturas, culo de saco, imperio hacia Dios ni antesala del infierno tercermundista, sino un memorable cotosemiótico. Una semiocracia en ira.

Actos inocentes que en tiempos ordinarios causaban tedio o mera indiferencia, provocan actualmente indignaciones apocalípticas y hasta manifestaciones populares, observo divertido desde mí extravagancia espacial y temporal la transformación del duelo electoral en batalla hermenéutica sangrienta: no se discute las ideas políticas porque estamos ocupados por saber si lo que los otros producen son ideas políticas. Lo de menos, son los programas de gobierno futuro, y no porque todos son endiabladamente similares en sus jergas, sino porque los de más son las astutas maneras del contrarío para colar de refilón sus particulares señas de identificación electoral.

Y entonces puede ocurrir la circularidad: Suárez es acusado de «electoralista» por Yañez en el Consejo de Europa y apenas dejan transcurrir tres telediarios para que los portavoces de la UCD le devuelvan al secretario de relaciones internacionales del PSOE el mismo adjetivo «descalificativo» por atacar al Gobierno fuera de la patria mía.

O peripecias más encantadoras. Que andaba yo por el aeropuerto cumpliendo religiosamente la huelga de celo de los controladores aéreos. Cuando me encuentro al presidente de mi ente preautonómico con un espectacular esparadrapo adornando su honorable frente, como recién salido de una reyerta mitinera o arrabalera, y el hombre se las veía y deseaba para explicar a varios adversarios políticos que por allí esperaban que la tirita no era una maniobra electoralera de carácter literario, épica víctima de las iras terroristas extraparlamentarias: sólo enojoso accidente casero.

Infantilmente convencidos de que todo puede influir sobre el voto y de que el Eclesiastés es la norma de obligado cumplimiento -un tiempo para cada cosa-, hemos tenido la gracia salerosa de convertir a nuestros prosaicos seres públicos en derrochadores de signos ideológicos. ¿Sabe Barthes qué tremendas consecuencias sobre la ley D'Hont puede acarrear una hamburguesa degustada en plena Gran Vía, una carcajada en un cine de barrio, un corte de pelo, un juicio sintético sobre el Spórting, un mal afeitado, una corbata sorprendente, unas ojeras mal disimuladas o un gesto galante? Estamos como semiotizados.

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