El revés del Derecho o supuestos sociológicos de la hipótesis golpista
Es evidente que Francia e Italia padecen, aunque en grados y formas distintos, las mismas discontinuidades estructurales que nuestro país. Y que tampoco faltan en ellas los hostigamientos, las provocaciones y los menoscabos a la democracia. El incotrolable terrorismo de ambos extremos, la incuria administrativa y el viejo imperialismo clientelista de la DC en Italia, así como el galocomunismo de Georges Marcháis, las nostalgias jacobinas y «chauvinistas» del señor Chirac y el poujadismo difuso de sectores de la pequeña burguesía en Francia, son, entre otros, factores permanentes de riesgos para la vida democrática de aquellas comunidades. Pero ahí terminan las analogías con España. Francia e Italia tienen una práctica democrática que, en el menos favorable de los casos, se aproxima a los 35 años y su régimen político actual supone no sólo una ruptura completa con el inmediatamente anterior, sino un permanente enfrentamiento con él -la resistencia y sus mitos-, en el que se apoyan todas sus referencias simbólicas más vivas y próximas. Por lo demás, esa resistencia común al totalitarismo funda la posibilidad genérica de toda convergencia de fuerzas adversarias en un régimen pluralista y confiere credibilidad a las prácticas efectivas del consenso -las operaciones del centrosinistra en Italia o las coaliciones de la IV República en Francia- Finalmente, la reinstalación de los agentes de la clase dominante en los centros del poder político se opera de forma lenta y progresiva, a través de caras nuevas y de la mano de los hombres de la resistencia; no de golpe, con losmismos nombres y por los mismos oficiantes de siempre.Las fuerzas armadas son, con todo, el factor más determinante. El intervencionismo militar francés, a quien se deben tantos cambios de régimen político, se clausura definitivamente con el general De Gaulle. Desde entonces, las fuerzas armadas francesas, como las italianas desde el fin del fascismo, conciben su función social desde la perspectiva de una profesionalidad estricta, y su hostilidad a cualquier tipo de interferencia civil, fueren cuales fueren sus motivos -ya que motivos nunca faltan-, es tan unánime como irreductible. Por eso los acosos a la democracia nunca transitan por la vía militar, y sus provocaciones desestabilizadoras tienen otros objetivos, porque las fuerzas armadas no son provocables. En otoño de 1976 los titulares del poder social y político durante el franquismo y los responsables y cuadros de las formaciones democráticas llegan al acuerdo implícito de que para que la transición democrática sea posible sin traumas es necesario evitar los enfrentamientos y silenciar los conflictos. Con ello se instaura en la política española un irenismo voluntarista, cuya hipótesis capital es que los antagonismos sociales, dejados a sí mismos, acaban por autoconsumirse y que la rivalidad política debe amoldarse a los límites que la pacificación exige.
Han pasado más de dos años y la hipótesis no se ha cumplido. La conflictividad micro y macrogrupal no sólo no ha desaparecido, sino que, a niveles latentes, ha alcanzado cotas muy superiores a las de entonces y, además y sobre todo, ha perdido la traducción público-colectiva (el proyecto de transformación social) que entonces tenía. Esta capacidad de cambio en desempleo, esta voluntad transformadora sin objetivos posibles produce, primero, desmovilización e indiferencia y, luego, desconfianza y hostilidad hacia la situación que las ha generado. Simultáneamente reivindican la lucha y el conflicto los dos grandes antagonistas de la democracia pluralista. Por una parte, la retórica histriónica y felpuda de la vieja:guardia autocrática, que sólo resonaba ya en algunos restaurantes de lujo, ha sido sustituida por la militancia, erizada y agresora de los nuevos grupos de la ultraderecha (a medio camino de los comportamientos de la Hitlerjugend y de los héroes de la Naranja mecánica), que suena, y fuerte, en las calles españolas. Por otra, el terrorismo de ETA apunta cada vez más al corazón del Estado y alcanza niveles difícilmente soportables.
Ahora bien, los análisis más responsables sobre el terrorismo actual -Harvey, Pontara, Marletti, etcétera- muestran que para que la violencia se convierta en comunicación, para que su ruido sea mensaje, es necesario que se haya renunciado a la frontera utópica y que la realidad del conflicto cancele la realidad del proceso de cambio.
El paso del tiempo no es la pócima mágica resolutoria de todos los antagonismos. Al contrario. Todo sistema social, al reproducir sus condiciones de existencia y de actividad, reproduce, necesariamente y de forma más radicalizada, sus grupos, sus clases y sus conflictos. De lo que se trata es de intentar asentar en él los que sean compatibles con su persistencia y de encarar frontalmente los que la nieguen o la amenacen. En términos más específicos y, operativos. La democracia española tiene enemigos que hay que: neutralizar cuanto antes. Pertenezcan a la esfera que pertenezcan, Para ello es necesario afrontarlos; desde la seguridad que da un poder político abrumadoramente mayoritario y democrático. Lo que teniendo en cuenta la estructura electoral española de hoy y la ley de Hondt -cuya dinámica, que parecen desconocer nuestros expertos, empuja hacia la constitución de: vastas minorías, pero no hacia el establecimiento de mayorías claras-, impone el Gobierno de coalición o de concentración democrática. Háganse cuantas elecciones se hagan.
La derecha inmovilista hace más de veinte años que está prediciendo y congratulándose con el fin de las ideologías y la baja del entusiasmo político. Los que hoy comprobamos el creciente alejamiente popular de nuestro proceso de: cambio ni lo calificamos de ineluctable ni nos alegra, sino que lo deploramos y pedimos que se le ponga inmediato remedio.
La democracia española no es un patrimonio del que pueda vivirse de renta, sino una meta a alcanzar y una realidad a construir. Por eso, desde ese Gobierno hay que lanzar al ciudadano a la participación cotidiana, en todos los ámbitos y en todos los niveles de la vida política y social; promover, sin miedos ni tibiezas, la removilización popular y devolver definitiva e irreversiblemente al pueblo su protagonismo colectivo. No sólo una vez cada cuatro años para que nombre a sus representantes locales y parlamentarios, sino todos y cada uno de los días de cada año en su vida cotidiana e inmediata.
Sí que hay entusiasmo, pero hay que comprometerlo en la acción política concreta a la medida de¡ ciudadano. Hay que responsabilizar al pueblo de Euskadi de la violencia sin salida de ETA. Hay que empenar a las comunidades del Estado español en la organización de un ámbito conjunto eficaz y ha bitable. Hay que inscribir los múltiples puntos de ruptura social que hoy existen en el horizonte de nuestra inaplazable construcción democrática. De otro modo, nuestra democracia seguirá siendo una democracia de papel, a la merced de cu alquier ofensiva terrorista o de cualquier conspiración de los añorantes miembros del sindicato de intereses del pasado.
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