La huelga y la democracia
Se dice de los ingleses que su talante democrático no les viene indolentemerite de su flema británica, sine) que es el fruto de una larga y sangrienta lucha por la democracia. Ese costo histórico actúa como memoria colectiva y les permite valorar cotidianamente la actitud democrática como la conquista más importante de su historia. La relación entre memoria histórica y talante democrático es evidente; por eso no es de extrañar la manía de muchos ciudadanos españoles -y no todos de a pie- de interpretar apocalípticamente ciertos mecanismos reguladores del funcionamiento democrático. Por ejemplo, la huelga. Desde el 1 de enero empresarios y trabajadores tienen que arreglárselas entre ellos, sin poder echar mano de consensos previos ni pactos de la Moncloa. Y aparecen las huelgas como arma de presión de cara a la negociación de los múltiples convenios colectivos que se están ventilando estos días. Pues bien, reprimida, como ha sido la memoria colectiva del pueblo durante el régimen anterior, atrofiados los reflejos democráticos por la falta de gimnasia política y unilateralmente condicionados por lo que la huelga ha sido durante la dictadura, se está calentando el subconsciente español con lo que podíamos llamar el maleficio de la huelga: la huelga anuncia la debilidad de todo Gobierno que reconoce los conflictos sociales, es índice de la postración de los sistemas democráticos y, sobre todo, inaugura el desmelenamiento rojo de los trabajadores.Ningún parecido con la realidad. La huelga es un viejo invento de quienes, a lo largo de los siglos, han sobrevivido gracias al sudor de su frente. Pero la cesación del trabajo, de forma colectiva y organizada, es un fenómeno propio. de la producción industrial (sabemos de la huelga ocurrida en España en 1730, en la fábrica de paños de Guadalajara). Por supuesto que el movimiento obrero no tuvo que hacer muchos estudios para descubrir ese arma de lucha. Pero lo que en este país no se dice -parte del olvido histórico- es que el uso de la huelga ha sido objeto de múltiples y enconados debates en el seno del movimiento obrero. En el Congreso de Amsterdam (1904) se aprueba esta resolución:
«El Congreso Socialista Internacional... advierte (a los obreros) que no se dejen impresionar por la propaganda para la huelga general, de la cual se sirven los anarquistas para apartar a los obreros de la lucha verdadera e incesante, es decir, de la acción política, sindical y cooperativa.»
Lo que preocupaba no era la legitimidad de su uso, que nadie ponía en, tela de juicio: la burguesía liberal, por un lado, y la doctrina social católica, por otro, reconocían su existencia (aunque no tolerasen la formación de centrales sindicales o entidades gremiales capaces de organizarlas). Lo que preocupaba a los trabajadores era la definición de los límites de su aplicación conscientes como eran de que la huelga, como toda arma de lucha, es un Janus con dos caras distintas. Poco a poco se fue amasando una ética obrera respecto a la huelga que queda bien patente en lo que ha sido la huelga general del 1 de mayo, a lo largo de decenios. Los objetivos de esa huelga institucionalizada eran: 1) la jornada de ocho horas; 2) presión para que se ampliara la legislación laboral en todos los países; 3) afirmar la rotunda voluntad de los trabajadores de que se mantuviera la paz entre las naciones. Es decir, los objetivos de la huelga eran la lucha reivindicativa, la solidaridad obrera y la defensa de la democracia.
En la URSS, por ejemplo, no existe la huelga, como tampoco existía aquí durante el franquismo, por una razón muy sencilla: se parte de una teoría política según la cual el sistema económico en curso recoge perfectamente los intereses de todas las fuerzas sociales que intervienen en la producción. Y como nadie tira piedras contra su propio tejado, pues no puede haber huelgas (aunque haberlas, haylas. Pero, entonces, se dirá que son maniobras políticas de subversión).
Las democracias liberales modernas reconocen, de hecho, la existencia de intereses encontrados y opuestos entre trabajadores y empresarios. La huelga está reconocida como un instrumento de presión con vistas a hacer valer el punto de vista trabajador. Lo que define la función, democrática de la huelga no es tanto su conocimiento o tolerancia por la legislación cuanto que es concebida como instrumento de negociación y, por tanto, está en función del compromiso y de la solución de conflicto.
Es evidente que cada parte implicada en el conflicto interpreta distintamente el hecho. de la negociación. Las centrales sindicales buscan, por supuesto, mejoras materiales y, sin duda también, creciente poder de decisión y control de la empresa. Los empresarios, sobre todo los más ilustrados, tratarán de implicar más y más a los trabajadores en el sistema vigente de producción, aunque sea a base de reformas que acerquen al trabajador a los órganos de poder.
Ahora bien, esa apuesta es perfectamente legítima en un sistema democrático y no se puede decir que el invento haya dado malos resultados: gracias a ese planteamiento la clase obrera ha salido de la miseria manchesteriana y de la marginación política de antaño. El capitalismo, por su parte, ha sobrevivido a los contundentes presagios del Manifiesto Comunista. Las espadas siguen en alto. Cualquiera que sea su desenlace, lo cierto es que este mundo es menos insoportable que el de hace un siglo.
No hay mucho que escoger, respecto a la huelga: o se la acepta como un instrumento regulador de intereses opuestos, dentro de un sistema democrático, o habrá que acostumbrarse a las imágenes del pueblo persa, todo él en huelga política general. No hay términos medios. Y quien piense que cualquier tiempo pasado fue mejor se olvida de la rudeza, crudeza, violencia y magnitud de las huelgas que entonces fueron.
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