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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Recapitulación hispano-británica

LAS RELACIONES entre España y Gran Bretaña permanecen en el anacronismo. Dos países condenados a entenderse en la articulación política y económica del Occidente europeo continúan vueltos de espaldas y víctimas de una querella territorial, estratégica para unos, y cuestión de soberanía para nosotros. La frialdad de estas relaciones que parten del viejo debate histórico de la roca gibraltareña se extiende a otros planos y hace mella en ámbitos de discusión bilateral y multilateral.Están recientes las actitudes británicas en torno a Eurocontrol (agencia internacional para el control de la navegación aérea), donde Londres mantiene su veto al ingreso de España, el intento de expulsión de Iberia del aeropuerto de Heathrow en favor de las aisladas y modernas instalaciones de Gatwich, o la intransigencia en materia de pesca que impide la firma de un acuerdo-marco estable para nuestra ya sufrida industria tradicional del pescado.

No son estos los tiempos del fervor nacionalista en pos del «Gibraltar español» que el franquismo exaltado presentaba en las puertas de la embajada británica. Tampoco caben ahora tácticas de represión sobre la población gibraltareña como forcing negociador, en unos tiempos en los que el consenso sobre los derechos humanos y la libre circulación de personas -tercera cesta del acta de la Conferencia Europea y Seguridad de Cooperación de Helsinki- se imponen como norma en el mundo libre y democrático, en el que el Reino Unido ocupa un destacado sitial.

Para los españoles, el problema de las relaciones con Gran Bretaña es, simplemente, una cuestión de voluntad política de uno y otro Estado. Se entiende mal en nuestras tierras que el rechazo del Reino Unido a las resoluciones de las Naciones Unidas, propiciadoras del diálogo hispano-británico en tomo a Gibraltar, como conversación o negociación formal, no sea posible en estos momentos. El Gobierno laborista de James Callaghan, que en otros tiempos argumentó la dictadura franquista para eludir este compromiso, negocia hoy, sin sonrojo el futuro total de las islas Malvinas con la dictadura militar que preside el teniente general Jorge Rafael Videla.

En España se tiene la sensación de que el Reino Unido ha sido uno de los países europeos que menos ayudó a nuestro país en su proceso democrático. Hemos visto tímidos aplausos de los laboristas a los socialistas españoles en sus respectivos congresos de Brighton y Madrid, brillantes palabras de la líder conservadora, Margaret Thatcher, en el congreso fundacional de UCD y un sí determinante al ingreso de España en las Comunidades Europeas, que lo sería de mayor valor político para la democracia española si al sur de los Pirineos no conociéramos la llamada carta Callaghan, en la que el premier británico descubre su ambición de una Europa ampliada a cambio de una Europa política. Si no supiéramos, también, que esa gran zona de libre cambio que Londres desea como futuro inmediato del Tratado de Roma no tiene puestos sus ojos en las exportaciones industriales a España, donde, en el plano comercial, no existen competencias agrícolas, sino, más bien al contrario, complementos.

La Administración española hizo, en los últimos meses, esfuerzos sustanciales en pos de la solución de ese gran escollo de nuestras relaciones que se llama Gibraltar. Los contactos políticos y técnicos en torno a la roca, que contaron hasta el momento con la colaboración británica y gibraltareña, son prueba palpable de un principio de dinamismo en este tema tantos años bloqueado. España ha reducido el cerco telefónico impuesto a los gibraltareños, víctimas del patriotismo exacerbado del franquismo y, también, de la intransigencia británica. Ello ya es un gesto que perdura desde hace ya un año y que muestra la buena voluntad hispana. Voluntad esta plasmada en los estudios que el Gobierno español ha realizado y presentado a Londres en torno a los tres planos posibles de negociación: la soberanía territorial, la población. y la base. Tres planos a los que España ofrece flexibilidad en el tiempo y en las posibles fórmulas de compromiso.

Falta ahora la movilidad británica, el gesto o la muestra de voluntad política que permita la negociación y pasos inmediatos en favor de la población de Gibraltar como lo sería la apertura de las comunicaciones marítimas. Difícil se hace el comprender una negociación sobre las espaldas bloqueadas por mar de los 25.000 gibraltareños.Pero se impone el paralelismo porque ambas partes tienen en su mano el ahorrar a estos habitantes de la roca las restricciones impuestas en nombre del trasnochado tratado de Utrecht.

Margaret Thatcher habló en Madrid de la unidad de la política exterior británica que ejecutan laboristas y conservadores en su alternancia en el poder. Esta unidad debe hacerse en tomo a la voluntad política de instaurar unas buenas relaciones entre las dos monarquías constitucionales y democráticas del norte y sur de Europa. El pragmatismo británico a la hora de negociar con Videla las riquezas naturales de las Malvinas debe instalar el self control a la hora de buscar compensaciones o contrapartidas en la reanudación del diálogo con España. El viejo título de pérfida AIbión pertenece ya a un lenguaje revanchista, al que no deben dársele argumentos y que debe sustituirse, en nuestro tiempo, por el diálogo y la negociación. La coyuntura, a pesar del calendario electoral que ambos países tienen en pista para 1979, es buena y no debe perder el ritmo de crucero iniciado en Estrasburgo. El Reino Unido y España, cada vez más, tienen políticas exteriores basadas en el consenso parlamentario, lo que, a pesar de los vaivenes internos, permite la continuidad en la acción exterior. Una continuidad que necesita la ruptura en la política gibraltareña de Gran Bretaña y la demostración palpable de una voluntad política de buen entendimiento entre los Gobiernos y los pueblos de ambos países.

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