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Reportaje:

Artificieros: jaque a la "goma2"

Pedro Jaén ajusta el espejo retrovisor de su utilitario en las proximidades de la Puerta del Sol, mientras hace un gesto de resignación. Hay que perder los minutos inevitables en el atasco de siempre, y los aprovecha para pensar en Ana, su mujer, y en su hija, que ya ha cumplido trece meses. Su mujer y su hija... ¿Quién hubiera podido imaginarse que las cosas iban a serle tan favorables? Sí: a sus veintiséis años se considera un hombre equilibrado y, desde luego, se siente satisfecho de su situación.Desde su ingreso en la Escuela de la Policía Armada, su pequeña obsesión había sido especializarse; es decir, dar con un servicio que tuviera algo de especial: quizá unas proporciones justas de reflexión y de riesgo. Y, de repente, se dijo que lo había encontrado, y solicitó las fichas que se exige llenar en el temible test sicotécnico que da acceso al curso para Equipos de Desactivación de Explosivos.

Como solía comentar el comandante, el sistema sirve para buscar a los aspirantes de personalidad ideal, a hombres cuya cualidad dominante sea el valor sereno. En la profesión no están bien vistos los héroes irreflexivos; no se valora la acometividad, sino la prudencia. Para la amonita, el explosivo laminado y la goma-2, la osadía es un segundo detonante. Conviene respetarlos, tener presente que esperan su momento detrás de los disfraces postales, emboscados en el papel, los transistores y los segundos inversos: cinco, cuatro, tres... Es preciso aproximarse suavemente a ellos, a los artefactos, negarse a contener la respiración y medir con naturalidad los metros y los sonidos. Trabajar pensando, que decía el instructor.

En todo caso, Ana y la niña están bien, y hace ya tres meses que Pedro Jaén concluyó el curso, una vez superado el test. Se considera un hombre afortunado, aunque sabe que ha llegado al equipo en una época dura: solamente en octubre hubo que resolver más del doble de alarmas que en agosto, y en noviembre va a establecerse con absoluta seguridad un nuevo record. Cuatrocientas, tal vez...

Luego, a media tarde, será preciso llevar a la niña al puericultor, y, de paso, acompañar a Ana, que está embarazada de nuevo, hasta la consulta del ginecólogo. Hay que ver cómo está la circulación, ¡ah!, y escribir una carta a la familia, antes de cenar, para tranquilizarla. El reloj de la Puerta del Sol va a señalar las ocho de la mañana. Ya estarán arriba, en Jefatura, José Albacete, el número uno del grupo, y Juan Cuenca, el número dos. Como ellos, Pedro Jaén viste de paisano.

Comprueba, finalmente, que la pistola sigue en su sitio, abandona el coche y se identifica en recepción a toda prisa, antes de conectar su transmisor manual.

Repentinamente ha dejado de sentirse padre de familia. Ahora, como cada día a las ocho, es un tedax. Un técnico en desactivación de artefactos explosivos.

"Hay un paquete sospechoso..."

Han llegado en efecto, todos los componentes del equipo. Juan, el número dos, está hablando de pesca, según su costumbre. Si sus cuentas son ciertas, los lucios y las carpas deben de echarse a temblar cuando le ven aparecer en la orilla del pantano. Un instinto de supervivencia, que él se ha preocupado de afinar, le ha permitido elegir lo que considera el pasatiempo ideal para un tedax. Ha participado directamente en más de cuatrocientos servicios desde que llegó al equipo, y está seguro de que la tensión es un mal acumulativo. Conoce a la perfección el olor sensual de la goma-2 que hace pensar sucesivamente en almendras amargas y en cianuro, y ese tacto blando y agradable de mazapán: incluso su sabor. Por eso no le tembló el pulso aquel día en que tuvo que llevar en brazos los 37 kilos que se descubrieron en la estación de Chamartín. Y sabe también que vencer a diario los impulsos de arrojar los kilos o los gramos produce una frustración creciente: al menos, él arroja el anzuelo en el pantano cada sábado. Arriba, en la sala, nadie suele hablar de explosivos mientras se espera que el transmisor pocket de el primer aviso del día. Sólo el número uno, el subteniente, se atreve a bromear excepcionalmente con el trabajo, pero lo hace para evitar que los chicos dramaticen. «Esta mañana, chicos, le he dicho a mi mujer, dame un beso, nena, que a lo mejor es el último.» Tiene 58 años, y dos hijos de veintidós y veinticuatro que ya han dejado de preocuparse por el oficio de papá, igual que sus chicos tedax han dejado de preocuparse por sus bromas. Atención al pocket.«Diríjanse a la dirección que les facilitamos: ha sido descubierto un bulto sospechoso en el alféizar de una ventana, ¿oído?» La mitad del equipo desaparece escaleras abajo. En el furgón, Andrés Sevilla, Juan Málaga, Pedro Albacete y Juan Cuenca visten sus monos incombustibles, preparan el peto, y aseguran el buen funcionamiento de las bisagras del yelmo. Pedro, el jefe, y Juan hablan del tráfico; los dos andaluces se toman el pelo. Hay en el ambiente una tensión suplementaria que Juan y el jefe tratan de corregir. En cierta ocasión, el jefe confesó que iba a los toros alguna tarde para estudiar los gestos de los toreros, «y he visto en ellos unas caras que después reconozco a mi alrededor; porque pasamos miedo, y eso no debe avergonzarnos. Avanza nuestro furgón, sabemos que el artefacto está cada vez más cerca. Y nadie quiere hablar de él: ése es nuestro paseíllo». Llegan a la casa, ordenan que los espectadores se distancien al máximo. «Vamos a pedir que la casa sea evacuada: por fortuna, la ventana del bulto está lejos de la puerta de salida. ¡Deprisa, deprisa! »

El peligro infinitésimo

Todo el trabajo de los tedax, la capacidad felina para pasar inmediatamente de la tensión a la laxitud, esa fantástica proximidad al cazador y al ajedrecista tiene una sola razón de ser: se trata de evitar la milésima de segundo en la que el detonante, que es una especie de instigador químico, estalla y hace estallar por simpatía la carga central del explosivo. Los tedax tienen que descubrir a tiempo las complicidades mecánicas que llevan al instante decisivo. Por eso están obligados a interpretar cada uno de los datos visibles, antes de llegar a la ventana en que alguien ha depositado un bulto sospechoso, una bomba hasta que no se demuestre lo contrario.Juan Cuenca y José Albacete siguen rigurosamente el habitual orden de prioridades. Se trata de aislar el artefacto, es decir, separar a la población civil, y luego afrontar la aproximación, que es el momento de mayor peligro. A distancia cabe hacer unas primeras deducciones. Por ejemplo, que ha sido dispuesto de manera que parezca una bomba. Caben, entonces, tres posibilidades: puede ser simplemente un bluff, o un bluff destinado a enmascarar una verdadera bomba que será depositada junto a otra ventana dentro de unas horas, cuando los tedax se hayan confiado, o una de esas complicadas pesadillas niponas capaces de retardar la explosión segundos o meses. Pero hay que acercarse ya.

Miedo y preguntas

Juan marcha delante. Reducir el número, de operadores es limitar el riesgo. Por los ojos de todos pasa, como un relámpago, la imagen de Rafael Valdenebro, el compañero que murió consolando al comandante, después de que estallase, antes de lo previsto, una bomba que alguien había dejado en un alféizar en la Universidad de La Laguna. Juan afina el oído: un tic-tac podría delatar el mecanismo, un hilo podría definir el sistema de la activación, la trampa. Este es el minuto en que obligatoriamente hay que pensar por el autor del artefacto. O mejor dicho responderse a la pregunta-clave: ¿Qué es lo que él pretende que pensemos?Ahora, todo pequeño suceso que pueda parecer inexplicable, toda pieza que no encaje en el decorado indiferente de la calle pueden esconder el secreto. Conviene analizar a un tiempo las hojas que caen y los destellos inexplicables del ventanal. ¿Suena un tic-tac? ¿O es un pulso?

Al fin, detrás del escudo, el bulto.

A través de la rendija, tubos y cables; un puzzle de plástico y latón. Descubre que no hay conexiones sospechosas: los tubos no se encienden con los cables. Es un bluff, pero Juan tendrá que recetarse una tranquila jornada de pesca el sábado para ventilar un poco el sistema nervioso. Blufff...

De vuelta a la Jefatura, es fácil respirar en el furgón. Pasan por la conversación los lucios, los pases naturales y los ginecólogos. En la sala está esperando Alberto Lugo, el gallego, que hoy ha venido a pesar de su día libre. La tensión crea hábito, por eso, los tedax, que están acostumbrados a compartirla, vienen de visita a Jefatura en cuanto tienen uña tarde libre. Suena el teléfono.

-¿Juan?

-Sí.

-Soy tu padre. Llamo desde Cuenca. Sólo quería saber que todo marcha bien.

Irán de pesca. Habrá que llevar cebo artificial, cebo vivo y la caña de profundidad. ¿Lombriz? No, no: mosca y cucharilla, por si acaso. «Oye, Pedro: ¿no tenías que llevar a tu mujer al médico?» Alberto confiesa que ha ocultado a su padre los riesgos de la profesión, y que su madre sospecha algo. «¿Y dices que eres técnico en electrónica, hijo? ¿No serás tú uno de los que se encargan de retirar las bombas?». Se oye un zumbido en la esquina. Creciente. Es otra vez el transmisor.

«Atención, atención. Diríjanse a la siguiente calle... Ha aparecido un bulto sospechoso. En una ventana ...»

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