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La juventud no conoce el espectáculo taurino

Esta es una evidencia: la juventud no va a los toros. Pero sigamos con el tema, porque conviene matizar: no hay mejores aficionados a los toros que los jóvenes. Tienen más sólidos conocimientos, superior sentido crítico, mayores facultades de captación, que los aficionados antiguos,¿Cómo se entiende? ¿Cómo es posible que los pocos jóvenes que van a los toros se caractericen por su calidad de aficionados excelentes? Quizá sea que, si han visto menos espectáculos, han leído más, en cambio, porque, curiosamente, cuanto mayor es la crisis del espectáculo, más se ha investigado sobre sus causas, más continuas y argumentadas son las denuncias; en definitiva, más se ha escrito sobre la fiesta.

Sí, una encuesta por todo el país con la pregunta dirigida a los menores de treinta años ¿Le gustan a usted los toros?, seguramente dará una respuesta mayoritaria y rotunda: ¡No! Pero tal encuesta no tendrá excesivo valor si no añade otras cuestiones. La primera de ellas: ¿Conoce usted el espectáculo? Y la respuesta, creemos, volverá a ser mayoritaria y rotunda: ¡No!

Está claro que mal puede opinar nadie sobre un espectáculo que no conoce. De forma que encontramos discutible esa afirmación tan extendida de que la juventud desdeña las corridas de toros. Antes bien, está limitada por el desconocimiento; no puede opinar; no tiene capacidad de elección. Margina a la fiesta porque lo ignora todo sobre ella.

Este es el gran fracaso, entre otros muchos, del monopolio empresarial, heredero directo de la hegemonía de los apoderados poderosos. Quienes en las cuatro últimas décadas han manejado la fiesta, quizá ganaron dinero, pero la hundieron con su incompetencia, porque no alcanzaron a ver la necesidad de relevo en las grandes masas de aficionados, como tampoco en la de las élites de la torería, con el fomento de novilladas.

Ahora quisieran que el gran agujero originado por su incapacidad para manejar el timón de la tauromaquia lo cubra la Administración, y a estos efectos reclaman exenciones fiscales, subvenciones, divulgación de los aspectos positivos de la corrida. Sería grotesco que la Administración, para la que los toros no han existido durante toda la dictadura, en tiempos de democracia tomara cartas en el asunto con el exclusivo fin de apuntalar al estamento empresarial.

Antes bien, hay que contemplar el fenómeno taurino en su inequívoca naturaleza: es una fiesta popular, nacida del pueblo, fruto de las aportaciones continuas de generaciones, durante siglos, que ha posibilitado una infraestructura técnica y ganadera sin las cuales el espectáculo no podría continuar. La promoción puede hacerla y debe hacerla el Gobierno, pero ha de ser como apoyo a esa infraestructura, para que no se pierdan por intereses particulares los valores conseguidos, y dando a conocer el fenómeno taurino tal cual es en su esencia, sin adjetivarlo en ningún sentido.

La juventud, que tiene derecho a llenar su ocio, ha de saber que dispone para ello, entre otras alternativas, de la fiesta de toros. Y de ésta, cuáles son sus rasgos fundamentales, su alcance y significado. Y luego, que elija. Y luego que decida si le gusta, si le interesa, si le merece la pena como entretenimiento fundamental o debe relegarlo al olvido. O incluso si debe combatirla.

Los apologistas a ultranza son tan dañinos como los detractores demagogos. La corrida de toros es como es (o como debe ser), y nadie tiene derecho a desfigurarla ni a ocultarla.

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