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Sobre creatividad y cambio

Son vocablos desgastados, qué le vamos a hacer, pero que cobran progresiva relevancia en el marco de la vida cotidiana. ¿Han observado ustedes cómo la gente se fatiga cada vez más pronto de todo? Incide el constante bombardeo informativo, la tensión publicitaria, la saturación y la renovación de usos, modas, mitos y costumbres. Por otra parte, el fenómeno es ambivalente: queremos lo nuevo en la misma medida en que sentimos nostalgia de lo arcaico. Queremos dilatar el margen del presente. En estos momentos, yo mismo me encuentro sumergido en un ejercicio de autoterapia: estoy tratando de poner mi mente vacía, olvidar todo el pasado, todo el supuesto pasado; pues no hay tal pasado: las células cerebrales, recién agrupadas, lo recapitulan todo, lo pasado y lo futuro, la nostalgia y la utopía. Uno puede entonces reinventarse a sí mismo y reinventar el mundo. Uno puede cambiar su sistema de referencia.Es tan obvio que uno dispone de este recurso, el cambio de sistema de referencia, que asombra lo poco que recurrimos a él. Asombra que prefiramos deprimirnos, angustiarnos, cobijarnos en alguna que otra paranoia, antes que cambiar de sistema de referencia. Asombra, sí, aunque la cosa tiene su lógica. El sistema de referencia, lo mismo que el totem (del cual es su versión secularizada) proporciona seguridad y estabilidad. Uno vive (y muere) relativamente protegido en el cascarón de su sistema de valores y creencias, ideologías, usos y rutinas. Esto de un lado, De otro lado, existe la inercia de los códigos. Los códigos tienden a perpetuarse. Los códigos han programado su propia perpetuación, porque ésta es precisamente la definición de un código: un sistema dotado de invariantes (estructuras) y en cuyo programa se encuentra su propia perpetuación. Los códigos y los mitos nos poseen. «Los hombres no piensan los mitos: son los mitos quienes se piensan a si mismos», ha explicado Lévi-Strauss.

Y, sin embargo, uno cavila que cabría entrar en una era nueva de creatividad y cambio si nos habituásemos a modificar nuestro marco de referencia todas las veces que hiciere falta; es decir, todas las veces que el marco de referencia nos condujere hacia la angustia, la depresión, la falta de motivación, la falta de curiosidad, la falta de innovación. Es sabido que algunos de los astronautas que se pasearon por la Luna tuvieron serias dificultades de adaptación una vez que volvieron a la Tierra. Se comprende. Su marco de referencia seguía siendo: «llegar a la Luna». Pero habían llegado ya, y de pronto se quedaron sin objetivo. No se les ocurría que la única salida consistía en cambiar de marco de referencia.

El caso es que el condicionamiento de los códigos y los sistemas no es absoluto. A cada cual le cabe diseñar su propio ecosistema motivador y reforzante de conducta; trabajar en las fronteras de su marco de referencia. Cambiar el marco de referencia equivale a controlar los propios controles. Los expertos en teoría de comunicación saben muy bien que este control (que a su vez siempre escapa a un control superior) se mueve a un nivel meta. Pero ahí encontramos la ambivalencia. Los códigos, los sistemas de referencia nos poseen, pero al mismo tiempo dejan un margen. Nosotros sabemos que estamos poseídos por los códigos, y esta es nuestra ambivalencia, nuestra lucidez y nuestro margen. El hombre es un animal y un ser vivo, y ya se sabe que la vida tiene un programa inscrito en su sustancia genética. Este programa garantiza la estabilidad de la especie. Pero este programa deja abierta una variedad indefinida de pautas individuales. Existe una tensión, un margen, entre lo innato y lo adquirido. El cerebro humano es el epicentro organizativo de todo el complejo bio-antropo-sociológico. El margen consiste en la posibilidad de saltar desde un sistema hacia un sistema más general, hacia un sistema meta. El margen se produce en la conexión nunca del todo determinada entre cerebro, ecosistema, sociedad, programación genética, etcétera. El margen hace posible que se nos ocurra rebelarnos contra la tiranía de los sistemas de referencia. Podemos cambiar, podemos cobrar una agilidad de grado superior, programar el permanente cambio de programa. O más que programar, tantear. Tantear hasta conseguir que mediante el cambio de alguna pieza se pueda abrir una brecha en el viejo sistema de referencia. Es conocida la recomendacion popular de «salir de viaje» cuando uno se encuentra mal consigo mismo. En efecto; todo viaje, toda salida del marco habitual de referencia, ni que sea el marco geográfico, es ya un cambio y posee un valor terapéutico en sí mismo. (Algunos ensayan otro tipo de «viajes».)

Desde luego, ningún animal puede vivir sin un sistema de referencia, sin un contexto que confiera sentido a la conducta y proporcione seguridad a la vida. De lo que que se trata no es de quedarse sin sistema de referencia, sino de irlo cambiando, de irlo ajustando a las condiciones y peripecias de la propia e intransferible condición: a las vicisitudes, a la edad, al carácter, y así sucesivamente. De lo que se trata es de adentrarse en un proceso permanente de adaptación creativa: aprender el arte de cambiar, el arte de la creatividad a través del margen. Este arte comporta una autodisciplina. Parece saludable insistir en ello: la creatividad es la praxis intelectual de nuestro tiempo. La creatividad es la actitud genuinamente ética. La creatividad presupone el desinterés y el desprendimiento. Mantener en activo la curiosidad intelectual, aproximarse a la realidad de un modo interdisciplinario, relacionarse con los demás de un modo incondicional y no viciado por códigos rígidos, en una palabra, no recitar la vida, sino vivirla, todo esto pertenece a las exigencias culturales más vivas del momento.

Lamentablemente, las herramientas intelectuales que podrían facilitarnos la adapta ción a una cultura autocrítica y autotransformante son muy poco conocidas. Autores como Bateson, Piaget, Von Foerster, Von Neumann, Wiener, Von Bertalanffy, Shannon, Weaver, Serres, Brillouin et alteri han sentado las bases de una epistemología que está revolucionando las ciencias sociales; y, sin embargo, sus textos son todavía muy poco conocidos. Son textos que se sitúan fuera de los marcos disciplinarios corrientes. No hay cátedras de autoorganización ni de Teoría General de Sistemas. Apenas ha penetrado en las mentes humanas la idea de que una explicación cibernética es de un tipo lógico diferente a la de una explicación causal. La mayoría de los llamados «intelectuales» son unos analfabetos en bioquímica, en cibernética, en lógica matemática, en teoría de la comunicación. ¿Cuántos psiquiatras han leído a Bateson, a Russell y a Whitehead?

Existe, además, un problema de falta de adecuación entre la enseñanza y las exigencias de la sociedad. Por ejemplo: nuestras universidades producen sociólogos que luego se van a quedar sin trabajo, y en el entretanto la sociedad clama por trabajadores sociales, agentes animadores del cuerpo social, hombres y mujeres con una seria formación en varias disciplinas, que sean focos de estímulo, aglutinamiento y creación. Tengamos en cuenta que una cosa es la investigación, otra la enseñanza y otra la formación profesional, y que no podemos ya exigirle a la universidad que cubra indistintamente estas tres áreas.

No le demos demasiadas vueltas: nuestra vieja sociedad industrial se encuentra en fase de reconsideración global. Autores como Edgar Morin o Alain Touraine nos proporcionan valiosas pistas. Touraine sostiene que la crisis de nuestro tiempo refleja las incertidumbres y los titubeos del tránsito de una sociedad industrial a una sociedad postindustrial. Morin explica que el fenómeno social no es estrictamente humano; que a la sociología le falta un fundamento infraestructural biofísico; que lo que llamamos vida y lo que llamamos sociedad tienen su punto de encuentro en una «lógica de la com,plejidad» ecosistemática. El caso es que tras haberse detenido en su último y fecundo pacto con el estructuralismo lingüístico, la sociología debería abrirse hoy hacia nuevas aventuras. Entre otras razones porque las llamadas ciencias sociales han demostrado su incapacidad para teorizar la evolución y el cambio. Para la sociología, todo lo que es improbable es una aberración, y todo lo que es una aberración se convierte en anómico. El propio Parsons ha reconocido que «una teoría del cambio de sistema social no es posible en el actual estadio de conocimientos de la sociología».

Todo lo cual hace pensar que es hora de que los sociólogos comiencen a salir de su ghetto; y que es conveniente conocer la obra de quienes están fraguando el nuevo paradigma. Nadie cree ya en una cultura prometeica que pueda explotar ilimitadamente los recursos de la naturaleza. Tampoco nos preguntamos por el sentido de la historia. Lo que necesitamos es acceder a una cultura de la creatividad permanente. Comenzando por la creatividad cotidiana. Y avanzando en ambas direcciones: hacia lo nuevo y hacia lo originario, hacia lo secular y hacia lo contrasecular. Necesitamos crear, a partir de los códigos disponibles, una información nueva, imprevisible y, sin embargo, comunicable. Un lenguaje nuevo. Una sintaxis nueva. No queremos seguir dando vueltas en la noria de lo ya dicho, pero queremos que los demás entiendan nuestra inrrovación en tanto que innovación. Uno se pregunta finalmente: a nivel sociopolítico, ¿qué resortes habría que mover para diseñar una cultura genuinamente estimulante? ¿De qué manera el poder bloquea el cambio?

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