Voto final
Un viaje a Italia coincidente con la fecha -no anunciada a tiempo- de la votación de la Constitución en el Senado me ha impedido emitir en esa sesión mi voto final. Quiero decir ahora cuál hubiera sido, cuál era en mi intención y representa mi criterio político: sí.Lo había anunciado en algunos escritos y entrevistas; lo había indicado así a personas que -conmovedoramente- me habían escrito para consultarme sobre su decisión el día del referéndum. Por supuesto, creo que era menester votar «sí» a la Constitución española de 1978, y espero que el pueblo español lo comprenda así el 6 de diciembre, y dé la mayor fuerza legal posible al texto que va a regir nuestra vida pública. He dicho en diversas ocasiones que no puedo sentir entusiasmo por esta Constitución -y bien lo lamento-, pero siento entusiasmo por la Constitución, por el hecho de que España vuelva a tener, al cabo de 42 años de ausencia, una Constitución legítima, legal y democrática, capaz de dar un cauce normal a la convivencia, la articulación de las instituciones y la vida política. Si la Constitución no es mejor, es porque no somos lo suficientemente buenos, despiertos, inteligentes y enérgicos. Pero esta Constitución es nuestra, de los españoles tomados colectivamente, y nos obliga, protege y defiende. Y somos colectivamente responsables de ella.
Individualmente, somos muchos los españoles que tenemos una responsabilidad no global, sino diversa y matizada. La mía ha quedado suficientemente clara, porque mis intervenciones en el Senado han quedado recogidas en el Boletín Oficial de esta Cámara, y en él consta también el texto de mis enmiendas, de las personales y de las que he suscrito como miembro de la Agrupación Independiente. Pero como, además, y principalmente, soy escritor, mis opiniones sobre los sucesivos proyectos de Constitución han sido accesibles a cualquier lector, y la mayor parte de ellas -salvo las formuladas en los últimos meses- pueden leerse en mi libro España en nuestras manos, de título particularmente explícito.
El anteproyecto, debido a la ponencia del Congreso, que se publicó el 5 de enero, me pareció desastroso, y lo dije con toda la energía de que fui capaz. Dije entonces que «no tenía enmienda», no en el sentido de que se debiera echar por la borda todo el trabajo realizado, sino en el de que era mejor, partiendo de él, empezar una nueva redacción más breve, concisa, precisa, inequívoca y no perturbada por apetencias o manías partidistas. No se hizo esto, que además hubiese ahorrado mucho tiempo, y se procedió por enmiendas sucesivas, en un largo proceso constitucional que acaba de terminar. El texto ha ido mejorando considerablemente, ya en el Congreso, especialmente en el Senado. La versión que salió de manos de esta Cámara era bastante decorosa, aunque en los últimos días de discusión se dio marcha atrás en algunos aciertos importantes y se perdieron posibilidades ya logradas. Finalmente, ese texto ha pasado a manos de la Comisión Mixta Congreso-Senado, que ha elaborado la versión definitiva. A ella me quiero referir ahora.
Esta comisión se parecía excesivamente a la ponencia inicial del Congreso, -con algunas adiciones que -al menos así lo parece- se han sentido obligadas a una «neutralidad» que no me parece ni siquiera justificada, y que ha venido a resultar probablemente inercia. Era de temer que el resultado fuese una tendencia al retroceso, a la anulación de buena parte de las mejorías conseguidas en un penoso trabajo de cerca de un año, a la destrucción de una fracción considerable de los perfeccionamientos introducidos por el Senado.
Me voy a limitar a un punto, el más delicado y sensible, aquel que se refiere a la estructura nacional de España, aquello que es el núcleo de un texto que se llama precisamente «constitución». Un error bastante difundido es la creencia de que existen movimientos «separatistas»; si se plantean las cosas así, no se entiende nada. Puede haber tal o cual individuo o grupo separatista en algunas regiones españolas, pero no tienen ninguna importancia, desentonan y perturban a sus paisanos. Ninguna región quiere separarse del resto de España, ningún partido mínimamente responsable lo propone. Las manifestaciones separatistas son simples números de circo, a cargo de los que no conocen medios mas nobles de alcanzar alguna notoriedad.
Pero esto, en sí mismo bueno, no es suficiente. Hay en algunas regiones fracciones considerables y, sobre todo, fuertes grupos políticos aquejados de insolidaridad. No les interesa nada España en su conjunto; no tienen ojos más que para los temas particulares de su región; tienen desdén por la nación, unido a un narcisismo ilimitado y sin crítica por su región propia. No se les ocurre siquiera «separarse», porque necesitan la totalidad de España para subsistir económica, social, demográfica, políticamente; incluso para que la sociedad general corra con los gastos originados por las lenguas particulares y hasta para que el poder del Estado imponga su obligatoriedad y no queden abandonadas a la espontaneidad social y a las leyes análogas a las de la oferta y la demanda. Esta insolidaridad no me parece demasiado simpática, pero esto no es lo más importante; lo grave es que es un error, debido a la miopía, ya que sin la prosperidad de España en su conjunto todas sus regiones sin excepción están condenadas a una vida precaria, y esa insolidaridad lleva directamente a un angostamiento que desemboca inexorablemente en el provincianismo o el aldeanismo.
Pero no es esto lo que más me inquieta. En algunos núcleos políticos -que no son los más extremosos ni explosivos- late la voluntad de desarticular la estructura nacional de España. Es decir, no se limitan a conseguir tales o cuales medidas que juzguen favorables a su región particular, sino que tienen obvio interés en manipular aquellas otras que consideran ajenas y de las que se sienten insolidarios. Esta actitud no existe, creo yo, entre los habitantes de ninguna región española; ninguna región en conjunto, ninguna porción estimable de su población como tal participa de ella. Se trata de grupos extremadamente minoritarios, pero con suficiente capacidad de control de partidos, asociaciones y medios de comunicación. Su influencia en la génesis del texto constitucional ha sido notoria y absolutamente desproporcionada a su importancia real.
Tomaré un solo ejemplo: la denominación constitucional de la lengua española. El Congreso escribió: «El castellano es la lengua oficial del Estado.» La reacción popular fue inmediata y vivísima, la de los expertos en lingüística -empezando por la Real Academia Española, secundada por la de la Historia-, fulminante y concluyente. La denominación «castellano» es perfectamente lícita en el uso coloquial, o cuando se quiera nombrar a la lengua general en el contexto de otra lengua regional de España; es la que se ha usado con más frecuencia durante siglos. Pero no ahora; y se hace una Constitución para el final del siglo XX. El uso cíentífico, el uso internacional, y con abrumadora mayoría el uso coloquial de hoy es «español». Desde fines del siglo XV se llamó ya «española» a nuestra lengua, y desde el XVI se protestó de que se la llamara «castellana», por considerarlo una apropiación abusiva. La Real Academia Española usó indistintamente ambos nombres en su Diccionario de Autoridades, desde 1725; el valenciano Gregorio Mayans y Sisdar publicó en 1737 sus Orígenes de la lengua española. Esta es la lengua oficial de innumerables países. A pesar de que el descubrimiento y colonización de América fue una empresa del reino de Castilla, nunca se ha hablado de «América castellana» o «Castellanoamérica», sino de «América española», «América hispánica» o «Hispanoamérica». Castellanos, andaluces, extremeños, canarios, navarros, vacos, gallegos, asturianos, murcianos, y luego aragoneses, valencianos, catalanes, mallorquines, menorquines, todos han creado la inmensa comunidad lingüística unida por la lengua común española.
Pues bien, la voluntad insistente de unas decenas de parlamentarios catalanes se ha opuesto a que la Constitución reconozca la realidad: el uso sinónimo de «castellano» y «español». El Senado estableció este uso, escribiendo: «El castellano o español es la lengua oficial del Estado.» Ahora, la Comisión Mixta ha enmendado la plana al Senado, a la Academia y, lo que es más grave, al uso mayoritario de España, al único internacional, y ha inventado una fórmula ligeramente grotesca: «El castellano es la lengua oficial del Estado.» Tan rebuscada, tan alambicada, tan de compromiso -en el mal sentido de la palabra-, tan de «quiero y no puedo» (mejor dicho, tan de «no me atrevo»).
¿A qué no se ha atrevido la Comisión Mixta? A enfrentarse con la opinión mayoritaria y eliminar la expresión «lengua española»; y, al mismo tiempo, a rechazar la imposición de un pequeño grupo parlamentario, al cual ha servido de palanca el Partido Socialista, opuesto desde el principio -él sabrá por qué- a que se llame «español» a la lengua común de los españoles. En cuanto a UCD, incomprensiblemente, se ha plegado a esas imposiciones y ha renunciado a sus derechos mayoritarios -a su primogenitura- por un plato de lentejas... vacío. Porque no recibirá nada a cambio, a no ser una pérdida de prestigio.
¿Justifican estas cosas el voto negativo o la abstención? Creo que no. La constitución, a pesar de pequeñas miserias y de notorios desaciertos, es viable, suficiente para que nuestra vida pública se desenvuelva dentro de un marco legal aceptable. Después de tantos años de poder sin autoridad, los españoles hemos tomado en nuestras manos nuestro propio destino y hemos empezado a configurarlo.
Esto es lo decisivo: no hemos hecho más que empezar. Después de votar «sí» a la Constitución, lo españoles tendremos que seguir votando -porque va a haber más elecciones, va a haber democracia, nadie va a imponer otra dictadura al país, ni con metralletas ni con cañones, ni con argucias que nadie se haga ilusiones-. Y vamos a votar teniendo en cuenta la experiencia, sabiendo de quién se puede uno fiar y de quién no; con conocimiento de los propósitos de los partidos, de las distinta metas adonde nos quieren llevar con una estimación de la inteligencia, la energía, la veracidad de cada individuo, de cada posible candidato.
Es menester que los españoles establezcamos pronto la escala de nuestras estimaciones y preferencias; que distingamos, como decía Machado, «las voces de los ecos»; que renunciemos a parecernos al avestruz, animal que comete dos imperdonables errores funestos en política: el primero meter la cabeza debajo del ala: el segundo, tragarse todo lo que le ponen delante, especialmente si brilla un poco, aunque sea un trozo de vidrio sin valor apto sólo para destrozar la entrañas.
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