Una Constitución que dure
ES CONVENIENTE prevenirse contra los historicismos y evitar caer en el «¡Viva la Pepa!» (según llamaban a la Constitución de 1812) o en cualquier clamor patriotero, sobre este proyecto constitucional del día de San Quintín que ayer aprobaron masivamente el Congreso y el Senado. Pero no se puede ocultar la satisfacción y el entusiasmo por tener al fin, por primera vez desde 1931 y y con una guerra civil por medio, una carta democrática de derechos y deberes que presentar al pueblo español en un referéndum libre. Por eso, sin necesidad de gritar «¡Viva la Pepa!», se deben hoy dar vivas a la Constitucion.Esta doceava ley de leyes que ahora se ofrece al país porte punto final a la travesía del desierto que este pueblo inició, con muy breves paréntesis o descansos, no ya en 1936, sino con la asonada catalana de Primo de Rivera. El caso es que ya tenemos sobre la mesa un texto constitucional que devuelve la soberanía política al pueblo, organiza sus libertades formales y es reputada en algunos aspectos como una de las más progresivas (o si se quiere «modernas») entre las que rigen el occidente democrático.
Acaso sus inconvenientes pertenezcan más al campo de la psicología social que al del Derecho comparado; porque es cierto que el proyecto constitucional es largo, farragoso, en exceso detallista y envuelve el caramelo envenenado del tratamiento de autonomías como la vasca, pero ahora el auténtico y principal «problema constitucional» estriba en la necesidad de que la Constitución sea seriamente asumida por la sociedad.
Su elaboración por las Cámaras ha sido prolongada (catorce meses), y el necesario consenso ha quitado mordiente parlamentario a su debate. Tampoco en la carrera de San Jerónimo o en la plaza de la Marina Española han subido a las tribunas muchos oradores de la talla de los Prieto, Azaña, Gil Robles, Besteiro, etcétera. ni la edición de los diarios de sesiones constituiría jamás un best-seller. La transición a la democracia ha durado cerca de tres años en una labor maniobrera y de grandes paciencias en la que el lugar para la brillantez ha sido estrecho. Pero aquí estamos, por fin, en ciernes de votar libremente una Constitución democrática elaborada, contra todo pronóstico, sobre la crisis económica y entre gravísimos sucesos terroristas. Sin duda queda ya para los anales de la historia y del Derecho constitucional el caso de un país que aparta cuarenta años de autocracia sin rupturas ni desgarros profundos, sin depuraciones ni enfrentamientos civiles generalizados, cambia la forma de su Estado y se otorga una carta de libertades. ¿Quién dijo que los españoles éramos ingobernables en democracia?
Incluso los diputados y senadores vascos que han votado contra el texto constitucional (haciendo excepción de las onomatopeyas de su señoría Letamendía) han venido a reconocer que hasta para el más exigente o despechado el proyecto de Constitución instaura y sanciona la democracia en nuestro país. y cualquier género de análisis resulta ocioso.
La tarea que ahora deben afrontarlos partidos políticos es esencialmente divulgadora. Los papeles de la Constitución ya no están en las carpetas de los amanuenses del consenso o de las comisiones parlamentarias y hay que leerlos y discutirlos en las plazas. Porque -¿para qué nos vamos a engañar?- este texto constitucional es un gran desconocido a nivel popular y el peor camino que puede recorrer no es el de recibir altos porcentajes de abstención en Euskadi y sensibles en todo el Estado, sino que sea mayoritariamente aprobado por formulismo entre la rutina y el desencanto con desconocimiento y sin compromiso.
Por lo demás, las votaciones de ayer en las Cortes no tienen mayor comentario por esperadas que el que toca a tres senadores militares. La negativa de los abertzales o la última satisfacción de algunos ex ministros de Franco estaba, por así decirlo, «en el orden del día». Empero, cabe poner un punto de extrañeza sobre la votación de estos tres únicos senadores militares que además por designación real: el voto negativo del almirante Gamboay las abstenciones de los tenientes geenerales Salas Larrazabal y Diez Alegría (don Luis). Los tres sin mando de armas no pueden ser tenidos por representativos de las Fuerzas Armadas, pero por ser los únicos militares miembros de las Cortes cabría haber esperado de ellos el gesto de una afirmación a la democracia que el Ejército deberá defender en caso extremo. Las Fuerzas Armadas no podrán abstenerse en el respaldo y salvaguarda de la Constitución, y por ahí pierde sentido la votación de Salas Larrazábal y Díez Alegría. Y en cuanto al voto negativo del almirante Gamboa, habremos de explicárnoslo removiendo en la sentina de su particularísima conciencia política. A la postre las democracias liberales entrañan la ventaja de la consagración del principio volteriano enciclopedista de la defensa a ultranza de todas las opiniones, y las tres señorías militares han hecho muy bien en votar por sí y para su conciencia, privándose de votar con mavor sentido de la oportunidad histórica. Cuando menos una declaración formal de este trío de senadores -tal y como han hecho otros abstencionistas o que dieron el voto negativo- en el sentido de quede que como ciudadanos acatan la Constitución y como militares están dispuestos a defenderla sería más que conveniente en las actuales circunstancias.
Por lo demás, sobre esta constitución ya se ha escrito y debatido casi todo y sólo resta, insistamos, darla a conocer, preparar al país para que el referéndum aporte votos «útiles», votos de reflexión. Porque lo fundamental de las constituciones democráticas no reside en su mayor o menor efectividad jurídica o en el mucho o poco entusiasmo que susciten al ser promulgadas, lo que hace buena a una Constitución democrática es que dure.
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