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Reportaje:

La fórmula 1, una aventura demasiado arriesgada

En Gran Bretaña, donde ciertas reglas se respetan inexorablemente, los espectadores que van a presenciar una prueba automovilística se encuentran con este letrero en entradas o carteles: «El automovilismo es peligroso y todas las persona que acuden a este circuito lo hacen bajo su propio riesgo.» Los británicos saben que por muchas medidas de seguridad que se tomen nunca serán suficientes en un determinado momento para evitar una tragedia en fórmula-1.Si para los espectadores, y más aún para los que trabajan o están en la pista, la vida puede depender de décimas de segundo, los pilotos saben de sobra a lo que se exponen. La cuestión es que cuando un corredor se pone al volante de un fómula-1 no piensa en la muerte. En realidad, tampoco lo piensan tantos conductores normales que mueren en las carreteras los fines de semana. La única diferencia es que él acepta ese reto por afición y por las suculentas cantidades de dinero que percibe una vez metido en el grupo de los «escogidos».

Ronnie Peterson no pensaba en la muerte o en el accidente, pero sabía que las salidas, aunque estén bien dadas, con los bólidos totalmente parados, o aunque no exista una curva tan cercana a la recta inicial como en Monza, son un desafío al accidente. El más mínimo fallo a doscientos kilómetros por hora no es subsanable. A Patrese se le acusa de imprudencia una vez más. Las diferencias en la fórmula-1 son tan mínimas que los pilotos aun colocados en malas posiciones de la parrilla de salida tratan de encontrar los huecos para mejorarlas desde el mismo instante de la salida. Al margen de dificultades mecánicas o de otras contingencias, «sonar» desde el principio puede suponer hasta un contrato. Introducirse en el mundo multimillonario y espectacular de la fórmula-1 exige eso y mucho más.

De cualquier forma, el accidente que costó la vida a Peterson es sólo un ejemplo de los variados y peligrosos lances en que se pueden ver envueltos los pilotos. El último muerto «famoso» en un circuito fue el prometedor inglés Tom Pryce en el de Kyalami, de Africa del Sur, el 5 de marzo de 1977. El extintor de un imprudente comisario al que atropelló Pryce le arrancó el casco y la cabeza, aunque su pie continuó acelerando en quinta velocidad, hasta que el bólido se estrelló contra un muro. Allí colisionó con el francés Laffite, que instantes antes había adelantado el cadáver de su compañero.

En el mismo circuito surafricano se mató el norteamericano Revson en los entrenamientos previos al Gran Premio de 1974. Multimillonario por la empresa de cosméticos de su familia y con un flirt conocido en su tiempo con la miss Marjorie Wallace, perdió la vida por el «veneno» de la fórmula-1. Otro tipo de «alicientes» artificiales, como el doping, lo utilizan en muchos casos los pilotos para olvidarse del riesgo. Un conocido médico italiano así lo reveló el año pasado y el corredor Hans Stuck, segundo piloto de Brabham, confesó haber ingerido fármacos para calmar sus nervios antes de las carreras.

Entre los últimos accidentes mortales de la fórmula-1 destacaron en el año 73 los del francés Cevert, muerto en Watkins Glen, Estados Unidos, también durante los entrenamientos, y el impresionante de Roger Williamson, inglés que pereció carbonizado en el holandés de Zandyoort, por la tardanza de los servicios de seguridad en la extinción del incendio de su bólido. A su compañero David Purley, impotente para salvar a su compañero (a diferencia de James Hunt en el reciente caso de Peterson) se le concedió el premio Fair-Play a los valores humanos en el deporte. Los servicios de seguridad mejoraron desde entonces y tras el grave accidente de Niki Lauda en Nürburgring se clausuró este circuito.

De cualquier forma, la lista de muertos conocidos en pruebas de fórmula-1, que inició Ascari en 1955, y continuaron Von Trips en 1961 -precisamente ambos en Monza y este último matando a ocho espectadores-; Ricardo Rodríguez, 1962; Bandini, 1967; Jim Ciark, 1969; Rindt, 1970 -otra vez en Monza-; Courage, 1.970, o Siffert, 1971, y los ya citados, no se cerrará con Peterson.

Cualquier medida de seguridad será inútil para prever un fallo humano o dela mecánica de un auto de 500 CV de potencia, de material casi plástico para su menor peso y con casi, doscientos litros dispuestos a inflamarse. El hombre quiere ganar y correr más rápidamente siempre. Así es el espectáculo y eso no está precisamente reñido con la muerte.

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