El alcalde que quiso mantener limpias las calles de su ciudad
Profesor de Opinión Pública de la Universidad de Columbia, en Nueva York
Erase una vez... un lejano y poderoso país en el que sus habitantes empezaron a tener numerosos perros y gatos. En su mayoría estos animales mitigaban la soledad y el aburrimiento de muchos de sus dueños: hombres y mujeres que habían preferido no tener hijos y ahora vivían rodeados de auténticos zoológicos domésticos.
Pronto gentes avispadas supieron desarrollar una floreciente industria de la alimentación dirigida a satisfacer -y crear- las necesidades de este nuevo tipo de pudientes consumidores. Por eso la televisión, que había dejado de anunciar papillas para bebés, empezó a inundar las pantallas tratando de persuadir a los ciudadanos de este país para que compraran tal combinado cárnico o tal delicioso preparado multivitamínico, que harían de sus perros y gatos unos animales sanos y lustrosos.
Los comerciantes del sector contemplaban gozosos el aumento de ventas y estimulaban por todos los medios posibles la expansión de tan productivo mercado. Paralelamente, otras iniciativas fueron surgiendo y poco a poco el país se fue cubriendo de clínicas, hoteles y guarderías caninas; libros y revistas que enseñaban a educar a estas bestias hogareñas; tiendas, peluquerías y supermercados que satisfacían cualquier necesidad de perros y gatos.
Sin embargo, no todo el mundo contemplaba con optimismo el crecimiento de la nueva fauna urbana. Los ediles municipales empezaron a preocuparse porque las calles, los jardines y lugares públicos empezaban a estar cada vez más sucios como consecuencia de los desperdicios que tantos perros depositaban en las más céntricas vías de las ciudades. Tan grave llegó a ser el problema sanitario, que un buen día el alcalde de la mayor de las ciudades de este país tomó la decisión de aprobar una ley según la cual, todos los ciudadanos propietarios de estos animales deberían encargarse de recoger los desperdicios que sus criaturas irracionales pudieran dejar al pasear por calles y plazas.
La nueva ordenanza municipal fue muy protestada. Indignada y ofendida, la Asociación de Propietarios de Perros Domésticos promovió un airado recurso ante los tribunales, alegando la, inconstitucionalidad de tal disposición.
Los argumentos de las partes se podían resumir en los siguientes postulados: los propietarios de animales alegaban que para limpiar las calles ya estaba el Servicio Municipal de Limpieza; el alcalde manifestaba que dicho servicio tenía una plantilla limitada y que sus hombres estaban desbordados por las tareas ordinarias; en todo caso -añadió el alcalde- podemos aumentar la plantilla, pero entonces habrá que aumentar los impuestos para dotar las nuevas plazas...
La subida de impuestos alarmó todavía más a la población pero, tuvo la ventaja de refrenar las protestas y acallar a los descontentos. Las gentes comprendieron que la ordenanza municipal era razonable. Y como vivían en un sistema que se proclamaba auténticamente democrático, pronto descubrieron que la medida del alcalde no era más que una consecuencia lógica y necesaria de tal filosofía política: los servicios públicos sólo se justifican cuando los ciudadanos particulares son incapaces de solventarlos adecuadamente o que los poderes públicos no deben ocuparse de aquellas cuestiones que los ciudadanos pueden resolver por ellos mismos.
La ley fue promulgada, aplicada y acatada. Y todos volvieron a ser muy felices. Especialmente los avispados comerciantes del sector, que descubrieron con la nueva ley una rentable fuente de inesperados ingresos: la fabricación y venta de utensilios -palas, recogedores y rastrillos- que permitieran a los sufridos propietarios de estos nuevos «reyes de la casa» velar por la sanidad y limpieza de las calles, que eran de todos pero ensuciaban sólo unos pocos.»
Esta historia podría concluirse diciendo que todo parecido con la realidad no es pura coincidencia. Porque el país se llama Norteamérica; la ciudad, Nueva York; el alcalde, Koch; la ley, ordenanza n.º 1310, y todo ello ha sucedido como consecuencia de que en este país existen en la actualidad veintiocho millones de animales domésticos y, pese a todo, se sigue creyendo en las virtualidades del sistema democrático: donde las iniciativas ciudadanas tienen preeminencia sobre la burocracia pública y donde el sentido cívico es la mayor garantía contra la creciente invasión del Estado en las esferas que son competencia primaria de hombres que quieren vivir en una sociedad libre.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.