Los "conversos"
La orden de los Reyes Católicos de expulsión de los judíos les proponía esta alternativa: «0 bautizarse o emigrar.» Pero no era alternativa, porque no había solamente esos dos términos. Había una tercera opción: bautizarse por fuera y judaízar por dentro, que engendraba esa misma terrible opción.Se marcharon los buenos judíos. Generalmente los más pobres, los que no tenían nada que perder, salvo su fe y su esperanza, que era lo único de lo que vivían, del humilde saber que una sola cosa importa, bautizarse para permanecer no era hacerlo en el agua y en el espíritu, sino bautizarse en el agua del miedo y en el espíritu de la comodidad y del egoísmo. Un simulacro, nada.
Una conversión coactiva no puede ser verdadera, es necesariamente falsa. Los que ante la violencia cambiaron sinceramente su fe fue porque, de alguna manera, ya interiormente eran conversos y sólo les retenía a cruzar la difícil frontera entre una y otra fe los respetos humanos que la violencia, para ellos, venía simplemente a allanar. Y también porque el espíritu sopla donde quiere, incluso en la violencia.
Pero un verdadero judío, incapaz de doblez y de traición, pero incapaz de alcanzar el grado de una fe heroica por situación económica o social, apego a una forma de vida e incluso amor a la patria adoptiva, se acogía al refugio de la conversión fingida, un fingimiento que salvaba en su conciencia por la injusticia de la coacción sufrida.
Así nace la gran familia de los falsos conversos, contra la cual va a luchar denodadamente la Inquisición española durante tres largos siglos (el libro de Julio Caro Baroja Los judíos en la España moderna y contemporánea constituye una magnífica aportación a este tema).
Los falsos conversos fueron también llamados vulgarmente «marranos», que hace alusión al cerdo, carne abominable para los judíos, o viene de marrar, en el sentido de errar, de desviarse de la línea recta o, etimológicamente, de «maranata», anatema. En todo caso, tuvo un sentido peyorativo e hiriente.
Los «conversos» judaizaban porque el «bautizar o expatriarse» les forzaba a hacerlo así. Pero ¿cuál era la causa de ese dramático dilema? Tenía que haber también una causa honda, radical que, aunque no justificante, porque la historia no es el reino de la justicia, dé razón de las cosas que acaecieron justa o injustamente.
Teológicamente, los cristianos y los judíos son dos ramas del mismo tronco, o mejor dicho, los cristianos son un injerto, un renuevo en el viejo tronco del olivo que nace y crece en Palestina, la tierra de promisión. Cuando el politeísmo reinaba en la Tierra, Abraham, que es como la menuda semilla de un árbol que ha de hacerse gigantesco, recibe la revelación de Yahvé-Dios como el único Dios verdadero.
La verdad es la luz. El Dios verdadero es la luz verdadera. El que adora a otro dios está en el error, el error es la tiniebla. En la espera del reino de Dios, común a judíos y cristianos, esa luz tiene sus sombras, unas sombras que en esta vida terrenal pueden ser muy densas y, turbadoras, pero que no la eclipsan ni la desvirtúan, sino antes al contrario, sirviendo de contraste y de prueba de la fe, la hacen para los que tienen ojos para ver más resplandeciente. Con sus sombras es una luz asombrosa que no viene para los cristianos, aunque sí para los judíos, a negar la ley y los profetas del Antiguo Testamento, sino a darles su cumplimiento.
Por nada hay que luchar más y mejor que por amor a la verdad. Para los cristianos, Cristo es la vida, y la vida es la luz de los hombres. Para los judíos, el Mesías que ha de venir, vendrá en el poder y la gloria para instaurar el reino de Israel. Lo uno y lo otro son cuestiones de ser o no ser para las que vale la pena vivir y morir. Cristo muere en la cruz para dar testimonio de la verdad.
Vivir y morir, pero no violentar ni matar, la religión es una cuestión de vida o muerte para las almas, no para los cuerpos. Pero es una guerra: «No he venido a traer la paz, sirio la guerra.» Hay que convivir con todos y respetar otras creencias o increencias. Mas el creyente que no da testimonio de su fe o en verdad no la tiene, o si la tiene y rehúye el testimonio, la hiere de muerte.
La forzada doble vida de un «converse,», creyente y piadoso, era un tormento moral. El tormento físico de la Inquisición para arraricarle un testimonio fehaciente de su verdadera fe era, además de cruel y degradante para las víctimas y los verdugos, inseguro e incierto, porque esa clase de «testimonio» puede ser tan verdadero como mentiroso, y lo último más probable cuanto más insufrible.
El judío converso podía llegar a ser un perseguidor de los de su propia raza por una de estas dos razones: el que se convertía por dentro, por el exceso de celo -el inquisidor Torquemada parece que procedía de raza hebrea, tan frecuente en el neófito-, el falso converso, para esconder y ocultar mejor su falsía. El exceso de celo depurado les llevó muchas veces a la santidad, la degradación de la falsía, a la delación y la persecución con un antisemitismo más radical que el de los «cristianos viejos».
En España, a pesar de la expulsión, de los bautismos masivos y de la Inquisición, en el siglo XVI, para un tan buen observador como Erasmo había más cantidad de judíos que en Bohemia, Italia y Alemania. Y decía también que los judíos abundan en Italia, pero que en España apenas había cristianos; tanto que en la Italia de ese siglo se equiparaba el concepto de «marrano» al de español, llegándose también a decir que en todo español había un punto de judaizante. Croce aludió al «peccadigllo di Spagna» que, humorísticamente para los italianos, consistía en no creer en la Trinidad (Julio Caro Baroja). Descontado el amplio margen de exageración que pueda haber, lo que sí es probable es que de los falsos conversos, que gustaban de cruzarse matrimonialmente con familias cristianas, sobre todo de la nobleza, nacieran «cristianos nuevos» que fueran ya verdaderos cristinanos.
Otro motivo de persecución, nada teológico, fue el de las actividades lucrativas típicas de los judíos: los préstamos usurarios, los oficios de recaudador y alcabalero, con las exacciones que llevan consigo, de administradores y contadores mayores de los reyes, como Yugaf Pichore, de Enrique II de Castilla,y Samuel Levi, de Pedro el Cruel. Los «pogroms» en todas las latitudes nacen, con razón o sin ella, de eso que se consideraba un enriquecimiento tortio.
Las «verdades» religiosas no son irracionales, pero no son «demostrables», son verdades de fe, de creencia. La ciencia no puede proponer al hombre verdades absolutas -el ateísmo científico es una contradicción «in terminis»-, sino hipótesis o certezas condicionadas al aquí y al ahora. Se puede vivir y morir sin verdades absolutas, pero la gran mayoría de los hombres las necesitan para lo uno y para lo otro. La gran fuerza misteriosa del judaísmo es la de dar testimonio, a pesar de sus infidelidades y renegaciones, del único Dios verdadero que ha hecho de ese pueblo su porción elegida. Igual absolutismo, y con iguales fallos, se ofrece la fe cristiana anclada en la redención de Cristo. No más coacciones, no más falsos conversos de ninguna religión. Pero la tibieza, la frialdad y la indiferencia ante la verdad religiosa y la íntima llamada de su búsqueda son una mutilación, o al menos una oquedad, en la vida individual y social del hombre actual. No más «estatuto de limpieza de sangre », pero sí más y más espíritu -la sangre es espíritu- que no se avergüence de dar testimonio de su verdad.
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