Identidad y convivencia
Algunos creen que la convivencia entre distintas ideologías o actitudes políticas consiste en renunciar a las propias convicciones. Con esto se producen dos consecuencias de importancia: una, olvidar que la esencia del convivir es el respeto mutuo; otra, la pérdida de identidad, es decir, de las características que definen la posición sustentada.Mantener la propia identidad no equivale, por supuesto, al empecinamiento. Toda fuerza política debe practicar la crítica metódica y constante de sus planteamientos. Esta labor comprende muchas facetas: desde la distinción, cada vez más clara, entre lo que es esencial y lo que no lo es, hasta el perfeccionamiento de las maneras de expresar o formular las ideas. Este tipo de trabajo es connatural a toda actividad humana. Ni cabe detenerse nunca ni dimitir de la voluntad perfectiva que debe presidirla.
Pero una cosa es esta y otra muy diversa la renuncia o negación de la propia razón de ser.
Hoy asistimos, sobre todo en lo que concierne a la derecha española, a procesos evidentes de renuncia o dimisión, o sea, de pérdidas de identidad. Esta mixtificación adopta variadas formas. Unas veces se manifiesta en la omisión o descuido de temas o principios que lógicamente habrían de formar parte de los inconfundible ni ente definidores de los grupos políticos de aquella tendencia. Así, en la medida que se omita, abandone o debilite por un grupo de la derecha la defensa de la libertad de enseñanza o empresa, se está faltando a las exigencias de la propia identidad. Y esto no viene demandado por la convivencia con fuerzas políticas de opuesto signo. Es fruto solamente de la falta de convicción, de la profesión vergonzante de las ideas o de una malentendida táctica.
En otras ocasiones el fenómeno es más grave: se adoptan posturas que de suyo pertenecen básicamente a un campo político contrario. Se dan en tal caso explicaciones, más o menos soto voce, como las de «arrebatar banderas» o «ponerse a la moda».
En definitiva, las pérdidas de identidad a que nos referimos no nacen del auténtico y decidido deseo de actualizarse, sino de una suerte de burdo oportunismo y de un infundado complejo de inferioridad que nada tiene que ver con el ánimo de perfección de las propias ideas y formulaciones, ni con el afán de convivir. Son hijas del temor y de la falta, de raíces interiores.
De esta actitud se siguen efectos siempre negativos. El primero y más palpable de ellos es la desorientación de los propios seguidores o simpatizantes. Unos y otros esperan o tienen el derecho a esperar respuestas coherentes e idóneas para los grandes temas. Se ven, por tanto, defraudados. Lanzarse a una campaña electoral bajo determinado esquema o tendencia o proclamando ciertas definiciones, y adoptar, posteriormente, un signo diverso, cuando no contrario, a cuanto se ha dicho, es una pérdida de identidad de meridianas consecuencias desorientadoras. Por supuesto, que un político no debe ser esclavo de su propio rol. Es decir, no puede escabullirse de los dictados de su conciencia por amor de las expectativas que ha generado. Pero una cosa es la libertad para cambiar -o, en su caso, para desdecirse abiertamente con todas las consecuencias-, y otra abandonarse a las veleidades táctica! más increíbles.
Otro efecto negativo de la pérdida de identidad extraordinariamente importante es el desequilibrio político. La sociedad pluralista se configura mediante aportaciones de signo contrario que terminan alumbrando situaciones de síntesis, a modo de resumen o resultado de la dialéctica política establecida. En la medida que una de aquellas aportaciones sea escasa, débil o, incluso, inexistente se desequilibra el conjunto y se generan avasallamiento s y soluciones unilaterales. Una comunidad sin una derecha fuerte que defienda los ideales básicos que le son propios tiene garantizado el socialismo en el poder sin paliativo alguno. El propio desarrollo natural de esta tendencia producirá la configuración unilateral de la sociedad del futuro. Lo mismo ocurriría al contrario y lo mismo acontece en otros órdenes: un sector empresarial mal estructurado no es apto para el diálogo equilibrado y equilibrador con potentes centrales obreras.
En suma, la teoría de la oposición que un día formulara Bolingbroke a la luz de los acontecimientos políticos de Inglaterra está íntimamente ligada a estos razonamientos. La tarea de la leal oposición, combinada con la tendencia contraria en el poder y sosteniendo cada una su específica postura, conduce, a la postre¡ a las soluciones de compromiso que caracterizan al mundo moderno.
Por tanto, preservar la propia identidad es una labor constructiva y necesaria que idealmente viene demandada por tres órdenes de exigencias- la coherencia, las expectativas razonables de los simpatizantes políticos y el equilibrio comunitario.
Tampoco son obstáculo para el mantenimiento de tal identidad otros dos fenómenos usuales y necesarios en la vida social: llegar a transacciones expresas y, en su caso, practicar la obediencia civil a las leyes que responden a criterio distinto del propio. Con esto volvemos a la cuestión de la convivencia. Pero ni una ni otra cosa han de implicar la pérdida de los ideales asumidos. Porque convivir, lo repetimos, no consiste en la abdicación de la identidad de grupo, sino en respetarse y aceptar las reglas del juego recíprocamente, incluida la obediencia ciudadana a los resultados adversos.
Recordando nuestra historia nacional, vemos cómo el pacto Cánovas-Sagasta -el llamado pacto de El Pardo- venía a reunir estos caracteres esenciales. El pensamiento de aquellos dos grandes políticos se sintetizaba en esto: durante decenios, moderados y progresistas se habían resistido al mutuo respeto y, como consecuencia de ello, nuestro siglo XIX fue, hasta el citado pacto, una sucesión ininterrumpida de pronunciamientos y constituciones. La experiencia de 1868 y de los años que la subsiguieron inmediatamente situó ante los ojos de los políticos más avisados y bienintencionados la necesidad de cambiar de modos. Eran precisos la concordia y el reconocimiento recíprocos. Pero nadie renunció a su identidad. Es cierto que entre aquellas dos grandes fuerzas -conservadores y liberales- no mediaban infranqueables abismos ideológicos; esto facilitaba las cosas. Pero tampoco cabe negar que concurrían factores importantes de distanciamiento entre una y otra, como la actitud ante la cuestión religiosa o como los discrepantes criterios básicos de política económica en torno a la alternativa proteccionismo-librecambio.
La pérdida de identidad, de otra parte, no es fenómeno que afecte solamente a los políticos. Se registra también en ámbitos de distinta naturaleza. Hemos visto y vemos a personas y grupos cuyo destino funcional en la sociedad está directamente vinculado a la suerte de la libre escuela o de la libre empresa, pongamos por ejemplo, que han postulado por partidos políticos que las niegan o limitan gravemente. Piensan, quizá, que su generosidad logrará modificar el bloque de ideas correspondientes, sin percatarse de que tales ideas obedecen a una concepción básica bien trabada e indivisible, que sólo cede en determinados puntos por razones de oportunidad o táctica.
Hay cosas que son o deben ser comunes a todas las fuerzas políticas: unidad nacional, libertades públicas, política social, creación de desarrollo y bienestar... Pero hay criterios, formas de hacer e ideales netamente distintos. Cada cual debe servir los suyos con energía y sin sonrojo. Y sin menoscabo del respeto mutuo.
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