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Tribuna:DIARIO DE UN SNOB
Tribuna
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Olga Ramos

He estado una vez más viendo a Olga Ramos, la última del cuplé, y esta vez por llevar al capullo del meollo del bollo de lo madrileño a dos queridos catalanes: el gran periodista Antonio Alvarez-Solís y su impagable, misteriosa, intransferible, delicada Concha.Oiga Ramos, ya saben, le ha dado vida y gracia a un género muerto, aunque más que vivificar el cuplé, lo que hace Oiga es entomologizarle. Decía Ortega -y yo lo he repetido muchas veces- que toda vuelta al pasado es siempre irónica, y Oiga, que sabe esto (aunque no sé si ha leído a Ortega) es por ello gran cómica y gran cínica, pues lo que hace, en puridad, no es café-concert, sino caricatura del café-concert. Ya en cómo pronuncia ella esta palabra, que tanto fascinaba a nuestras madres, se le ve y se le va la ironía.

Pienso en el café-concert de Olga Ramos, que algo así es lo que estamos, están haciendo todos en España, la izquierda y la derecha: jugar un poco al pasado, a la fiesta de las banderas, a la romería de los nombres, pero sin acabar de creérselo, porque lo que de verdad necesita el mundo es mundo nuevo, y aquí unos y otros representan su pasado, o el de sus ancestros, pero sin la ironía de Olga Ramos, que es autoironía por cuanto se vuelve sobre sí misma.

Oiga y otras dos señoritas maduras o señoras -«otras dos antigüedades», dice Olga-, cantan, bailan, tocan el piano y el violín, conversan con el público y hacen bailar al personal. La cosa no es deprimente, como lo era la Bodega Bohemia de Barcelona, por ejemplo, donde todavía estuve alguna vez en tiempos del Gran Gilbert, aquel Chevalier pobre de las Ramblas, pues aquí, como digo, en casa de Olga Ramos, se salva todo por la ironía. Oiga Ramos no es una fanática de su pasado, sino una irónica, una mujer que está explotando el pasado en el doble sentido de que nos vende la nostalgia colectiva y de que la desmitifica delicadamente. Lo que más o menos ha hecho toda la literatura de posguerra, desde El tambor de hojalata, de Günter Grass, a los diversos tambores de hojaldre españoles.

Olga, sí, es una cómica y no una fanática del tiempo perdido, como Estrellita Castro u otras. Carrillo es un irónico de la República y Líster un fanático de la República. Entre ambos, el justo medio está en Olga Ramos.

Esta artista es una cínica en el mejor y más verdadero sentido griego de esta expresión, que es el que vuelven a darle los nuevos filósofos franceses y españoles, sobre todo mi admirado Fernando Savater. El espectáculo del último cuplé, lleno de público todas las noches, no es una fiesta de la nostalgia, sino una broma con la nostalgia. Alvarez-Solís me decía, oyendo el violín de Olga Ramos y el piano de la otra señorita:

-Hoy ya no se toca así.

Ni el violín ni el piano suenan ya así. El violín de Olga Ramos es el violín de Gelsomina, de Charlie Rivel, de Charlot, de las viejas solistas del café-concert y las orquestas de señoritas, pero con una punta de ironía, con una voluta de escepticismo que se vuelve sobre sí misma. Olga Ramos revive una época y a cada momento la deja en foto fija, parada, Muerta, seca, ironizada. Como esas fotos aguerridas y juveniles que vuelve a dar la prensa con chicos y chicas de hoy llenos de una hipotética marcialidad de antaño. ¿No sonríen un pocoal verse en el periódico?

Oiga, la madura simpática, el mimo inspirado, la pepona del ayer, es también la erudita de sí misma y va llenando sus cuplés de pies de página, pues cada poco se interrumpe para glosarse o explicar el texto. Habla del pasado, y sus alusiones al presente, aunque muy sutiles y escasas, ni siquiera son necesarias, pues lo que va quedando claro a lo largo del espectáculo es que el tiempo es irreversible, España es irreversible, la Historia es irrevocable y los solos de violín retro de la derecha o de bandoneón canalla de la izquierda no pasan ya de coreográficos. Oiga Ramos, exégeta de sí misma, nos hace vernos tal como éramos los españoles. La Ramos desmitifica con un violín y buenos modales, como Proust.

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