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Invitación al karma-yoga

O al taoísmo, o al budismo, o a la acción desinteresada, o a la no disociación entre los medios y los fines. Veamos. Ahora que estamos tan saturados de política, tan discretamente fatigados del discurso de los picapleitos, parece conveniente una llamada a lá espontaneidad y al aire libre. Entendiendo por espontaneidad una cierta relación entre organismo y medio ambiente que esté libre de mecanismos de defensa, y entendiendo por aire libre aquello que hace posible la perpetua reinvención de todo. Parece conveniente recuperar el gusto de hacer las cosas que merecen ser hechas por sí mismas, sin segundas intenciones trascendentes: sin «querer» salvar el mundo o instaurar la justicia. Todo esto, la salvación y la justicia, ya vendrá, si es que viene, en la medida en que consigamos respirar un aire más libre, un aire menos viciado por las estrategias, las ideologías, los proyectos, las escaramuzas, las noticias, las fricciones, las polémicas, los tics.Aparentemente, fuimos entrenados para afrontar la aspereza de las cosas. Nos habían hablado, a la vez, de ascética, resignación y lucha; culpa original y lucha con el ángel; estoicismo mezclado con judaísmo, moral puritana y agresividad mercantilista. Nos habían inculcado una sintaxis brutal que lo separaba todo de todo: el sujeto del verbo, el verbo del predicado, el yo del el lo, el actor de la acción, el organismo del medio ambiente. Pero no advertíamos que era esa misma sintaxis la que creaba la aspereza de las cosas, la que nos hacía percibir el mundo como una cosa «exterior» inamistosa y dura. Y el caso es que el mundo no es exterior, ni áspero ni inamistoso; tampoco es suave ni fácil. El mundo, simplemente, es. Y uno no es el centro del universo: uno no es siquiera el centro de sí mismo. Todo fluye y todo viene dado, incluido lo no dado, con un margen para el azar y la innovación.

Superar toda esa mala gramática de la cultura occidental no equivale precisamente a huir del mundo. Krishna no aconseja a Arjuna eludir el combate. Lo que le aconseja es actuar sin antropocentrismo y sin antropomorfismo, sin el lastre de la acción interesada. En el Bhagavad-Gita no hay rastros de la petulancia judaica de creer que el hombre sea el responsable exclusivo de la marcha de este mundo. Por supuesto que la angustia y la aspereza de las cosas, este aire viciado de apetitos, paradigmas y polémicas, tiene una realidad fáctica. Pero no es una realidad última, sino más bien penúltima. Hemos sido educados en la idea de que el dolor purifica y que la vida es reto, y que el hombre ha de luchar con el ángel o con el destino. Pero el dolor no purifica y la vida no es precisamente un reto, aunque tampoco sea un no reto. Deberíamos plantearlo de otro modo: el hombre no ha de luchar; el hombre ha de vivir o mejor dicho, ha de dejarse vivir.

El lector comprenderá que uno no propugna que los occidentales se conviertan en orientales. Esto sería un disparate. De lo que se trata es de que el hombre occidental sea incluso más coherente con sus propias opciones. Entonces, al llegar al límite, desaparece la misma distinción entre lo occidental y lo oriental. En el límite está la libertad que no presupone nada. En el límite se puede ensayar una aventura nueva de respiración y gozo; de innovación permanente. Sí, la vida puede tomarse como un reto, pero no en la acepción corriente y «puritana» de esta palabra, sino en una dimensión de incitación y atrevimiento, sobre el supuesto de un desprendimiento radical. Los hindúes llamaron a esto karma-yoga. En el límite está el espíritu que sopla donde quiere y que lo recorre todo sin puntos fijos ni claves de bóveda. Roland Barthes ha señalado que en Occidente siempre se llega a un punto donde el inventario de las cosas se detiene. A este punto se le puede llamar Estado, Partido o «Dios». La Verdad en mayúscula. En cualquier caso, se trata siempre de un simificante que es ya un significado (puesto que sólo se significa a sí mismo). En contraste con ello, en el Japón no existe un significado supremo que detenga la cadena de los signos. No hay clave de bóveda, y los signos fluyen con mayor libertad y sutilidad. El. propio Barthes señala que, en el fondo, todas las civilizaciones, que proceden de una matriz religiosa monoteísta se encuentran abocadas a una coacción monista, y que en un momento dado, detienen el juego de los signos.

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Nos parece que Barthes pone el dedo en la llaga, y que esta es, efectivamente, la coacción cultural de Occidente, su paradójica represión de lo plural. Y decimos paradójica porque, en relación con los lugares comunes que se estilan, comprobamos que Oriente -que pasa por ser la cuna del monismo- está mucho más abierto a lo plural que Occidente -que pasa por ser una civilización pluralista-. Basta con ir a un restaurante para comprobarlo: en Occidente, invariablemente, le ofrecen a uno entremeses, sopas, asados, quesos y postres, en un orden inexorable. En cambio en el Extremo Oriente, y por medio de los delicados palillos, que permiten mezclar los diversos ingredientes, cada cual compone su propio discurso alimenticio de manera estrictamente libre e irreducible. Lo cual favorece extraordinariamente la conversación y contribuye a la disminución de la entropía.

He aquí un modo distinto de relacionarse con el mundo. En vez de cuchillo y tenedor (instrumentos agresivos), palillos de madera. En vez de una religiosidad intransigente y estatal, una religiosidad más femenina y plural. En vez del absolutismo de un sigrlificante que es ya un significado supremo, un fluir más delicado, más pícaro y sutil, más inaecesible e inmanente. Los chinos llamaron a todo esto el Tao: el flujo, la energía, el movimiento (previsible o imprevisible) de las cosas.

Sí, uno estima que el momento es oportuno para ensayar un cierto karma-yoga, taoísmo, acción desinteresada, no disociación entre los medios y los fines. Occidente, acorralado por sus propias coacciones, atraviesa un momento interesante de reconversión y de tanteo. Nos pasamos el día hablando de pluralismo, pero es dudoso que llevemos el pluralismo hasta sus últimas consecuencias. Seguimos prisioneros del logocentrismo, el etnocentrismo, el antropocentrismo y un montón de ismos más. Y así estamos de hecho: sin religión, pero también sin historia. Todo ha sido denunciado ya, incluida esta denuncia. Nos movemos mordiéndonos la cola, cada vez con mayor saña e impotencia. Educamos a nuestros hijos tratando de pasarles alguna antorcha, de inculcarles algún código, pero con tan escaso convencimiento que ellos no nos hacen -felizmente- el menor caso. Nuestros hijos rechazan el sentido del pecado y quieren ser mucho más pacientes con el universo: usar palillos de madera en vez de cuchillo y tenedor; abrirse al presente. Nuestros hijos vuelven a ser místicos, y a falta de mejores recursos, algunos toman hierba. Desconfían de la comunicación verbal. Sin saberlo (y es mejor que no lo sepan) son budistas.

Sí, uno estima que el momento es oportuno para afrontar la polución ideológica, los vicios de nuestra gramática; para despojamos de nuestras habituales petulancias y ensayar una apertura nueva, más desinhibida y descentrada, menos viciada por el apetito de objetivos. Al fin y al cabo, el bienestar del mundo depende tanto de lo que hagamos como de lo que no hagamos. Y éste es un principio que se puede aceptar tanto desde un contexto budista como cibernético.

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