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Un paso dado hace veinte años en Europa

La declaración de Felipe González sobre la posibilidad de que el PSOE abandone el marxismo -sea sólo el término, sea también la praxis, que en el fondo parece discusión de poco interés- no hace sino abrir en España un proceso que han conocido casi todos los partidos socialistas de países europeos entre los años cincuenta y sesenta. Los programas aprobados en esas fechas, así como las declaraciones de sus líderes, han supuesto -con ciertos matices- la renuncia del socialismo a lo que podía ligarle a la ideología marxista, y al principio de social¡zación de los medios de producción.En cada partido socialista europeo existe una derecha y una izquierda, a veces constreñida a la expresión de simples corrientes, y en ocasiones como tendencias organizadas. El efecto de esta dicotomía suele traducirse en un mayor abanico de posiciones intelectuales y políticas que trabajan por un mismo partido, pero también suele ser fuente de problemas, allí donde los estados mayores de los partidos no tienen fuerza suficiente para conseguir la superación de las contradicciones.

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Esa oposición entre tendencias es particularmente clara en el laborismo británico y en el Partido Socialista francés, que a lo largo de varias décadas han sufrido divisiones, incorporaciones y disputas varias, por no hablar de la confusión y el antagonismo que ha presidido la vida de las diferentes corrientes del Partido Socialista italiano.

Casos claros de renuncia a los principios ideológicos fundacionales los ofrecen el Partido Socialista suizo, que en 1959 dejó de definirse como un partido de clase y renunció a la transformación de las estructuras económicas -evidentemente influido por la prosperidad general de la República helvética-, y el Partido Socialdemócrata alemán. Este último, que en el congreso de Hannover de 1946 constataba -tras la tremenda experiencia hitleriana- que una democracia está siempre amenazada en un sistema capitalista, y que el marxismo continuaba siendo el método de trabajo del partido, pasó -tras una serie de fracasos electorales- a romper totalmente con el marxismo en el famoso congreso de Bad Godesberg, de 1959, tras lo cual consiguió llegar al poder.

La operación emprendida por Felipe González probablemente no será una exacta repetición de las de otros partidos socialistas europeos, pero no cabe duda de que trata de adaptarse a la misma corriente de la historia esquemáticamente enunciada aquí. Lo más notable de la operación es la rapidez con que el líder del PSOE parece tratar de «quemar etapas», quizá influido por la presunta cercanía de la llegada al poder; así, a la tradición histórica del partido, constantemente referida al programa redactado por Pablo Iglesias y a lapraxis del mismo, vino a añadirse, en el congreso de 1976, una resolución política que, a fin de «armar teóricamente al partido», incluía, en su punto tercero, la reafirmación de que el PSOE es un partido «de clase, marxista y democrático».

Un año y medio después, el anuncio de que Felipe González pretende modificar tal definición constituye, esencialmente, una sorpresa. Su problema es que esto no cause rupturas o disgregaciones graves, riesgo probablemente calculado por el líder -que estos días se ve contestado desde diferentes ángulos-, mientras las voces más críticas tratan de orientar la cuestión no tanto hacia un rechazo rotundo, como a encontrar una salida en la idea de que, en el fondo, la convivencia de distintas tendencias o corrientes es posible en el mismo partido.

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