La libertad de información
Diputado de UCD por Granada
Alguna vez he escrito que la educación y la información son dos de las grandes piedras de toque para detectar el grado de respeto y de reconocimiento de las libertades públicas en un Estado. Allí donde el Poder determina cuál es la educación o la información que han de recibir los ciudadanos puede decirse sin temor a errar que no existe la libertad. La libertad de información, junto con la libertad educativa, es uno de los mejores termómetros de la salud democrática de una colectividad.
En España, por desgracia, no puede decirse que esta exigencia del espíritu humano que es el disfrute de la libertad de expresión haya florecido en vida de los que hoy somos sus pobladores. En los últimos 39 años la presión del Estado sobre la información ha sido una de las constantes de nuestra vida pública. La normativa legal, la práctica autoritaria o arbitrista de los Gobiernos y las iniciativas del Poder por controlar directamente los medios de difusión de ideas han sido factores determinantes del amordazamiento de la opinión pública. Sobre esto creo que no es necesario insistir, porque la experiencia es demasiado próxima.
Organos de expresión controlados
Uno de los expedientes de que el Poder se ha valido para controlar la información y la opinión ha sido la creación de órganos de expresión controlados por él. Durante el franquismo el Estado como tal era sólo el titular del Boletín Oficial, y de la cadena de Radio Nacional y Televisión Española, además de la red de emisoras comerciales de Radio Nacional, que explota con el nombre de Radio Peninsular. Pero, junto a éstos, el Poder controlaba también, por procedimientos más o menos indirectos, una amplísima gama de medios que van desde la agencia Efe-Cifra-Alfil la agencia del Movimiento Pyresa; desde la cadena de diarios del Movimiento al periódico de la Organización Sindical, Pueblo; desde la agencia sindical SIS a la red de emisoras sindicales CES; desde la Red de Emisoras del Movimiento (REM) a la significativa Cadena Azul de Radiodifusión (CAR), hoy fundidas en un solo ente, la Radio Cadena Española. De un modo y otro, todo este complejo mundo bajo control tenía por objeto la propaganda del régimen, y el contrapeso -e incluso la neutralización absoluta, como en el caso de la información televisada o radiadada- la expresión normal de la opinión pública entre nosotros.
Con el advenimiento de la democracia era razonable suponer que desde todos los sectores políticos, especialmente desde aquellos más castigados por el franquismo, se apoyaría la urgente sustracción al control oficial de toda esta telaraña de medios de expresión. Pues bien. lo que ha ocurrido ha sido, aunque parezca asombroso, todo lo contrario, y a la desaparición del Movimiento o de la Organización Sindical no ha seguido la correlativa desvinculación pública de sus periódicos o emisoras. sino que se los ha puesto bajo la titularidad directa y formal del Estado. Es decir, se ha dado un paso regresivo muy difícil de explicar desde cualquier óptica democrática.
Naturalmente, nadie entre los defensores de esta situación, a todas luces anómala, ha tratado de invocar principios ideológicos o doctrinales en su apoyo, entre otras razones porque cualquier justificación de la propiedad estatal o pública de medios de comunicación no puede hacerse más que desde presupuestos totalitarios más o menos enmascarados. Alguna tímida alusión al carácter de «servicio público» de los mass-media ha naufragado sola, porque es demasiado burda la suplantación de significados de lo que es un «servicio público» en sentido genérico y lo que es un «servicio público» como concepto técnico-administrativo.
Las razones que se exponen son otras, de naturaleza laboral. Se alude a los millares de familias que hoy ganan el sustento en estos medios de comunicación, cuyo cierre equivaldría a dejarlas poco menos que en la miseria. Y hay que decir que esta razón tiene el peso suficiente para que no se adopten al respecto medidas drásticas con ligereza. Pero eso no equivale de ninguna manera a consagrar la aberración que supone el mantenimiento de un Estado propietario de periódicos y emisoras. Ante la consideración de esos millares de familias, lo único claro es que hay que buscar la solución más favorable para ellas, pero evidentemente eso no tiene nada que ver con la consagración de una titularidad estatal que hoy es legal, aunque a todas luces ilegítima en buena lógica democrática.
Los presupuestos del Estado para el año en curso habilitan unos créditos para el sostenimiento de esta nómina de periódicos y emisoras, entendiendo que se trata de una medida - provisional hasta que se decida definitivamente la solución de este tema. No era esto lo óptimo, pero al menos concedía un margen para normalizar la situación. Lo que me parece grave, en cambio, es que el proyecto constitucional sancione expresis verbis la posibilidad de que el Estado sea propietario de cualesquiera me dios de comunicación. Y me parece más grave todavía si esto se ha plasmado en el proyecto con base en la situación -anormal y transitoria de ahora mismo.
Intromisión del Poder
Porque si tenía una cierta explicación la consignación presupuestaria para 1978 a este capítulo extraño a toda democracia, lo que debe hacerse en la Constitución es exactamente lo contrario de lo que se ha comenzado a hacer, es decir, evitar consagrar la intromisión del Poder en una esfera típica, rotundamente propia de las fuerzas sociales, como es la propiedad y el control de los medios de expresión de la opinión pública.
Es claro que los fundamentos de la situación presente, llena de ambigüedad, cuando no de contradicciones manifiestas, no son de naturaleza ideológica o doctrinal, sino que obedecen a la necesidad coyuntural de mitigar en lo posible las consecuencias negativas que para esas familias mencionadas más arriba tenga la normalización de este tema. Pero para mi sorpresa, y para la sorpresa de muchos, son los partidos de la izquierda los que tratan la cuestión con mayor dosis de paternalismo, como si dieran por supuesto que la desestatalización de los llamados «medios de comunicación social del Estado» les conduciría a la ruina o a la desaparición inexorable. Como si dieran por supuesto que las personas que en ellos trabajan fuesen incapaces de desarrollar su función de manera satisfactoria y con posibilidades de éxito.
No es de recibo la argumentación que desde la izquierda se hace a veces, alegando que la privatización de todos esos medios desplazaría su propiedad a los «sectores oligárquicos». ¿Va a resultar ahora que se plantean escrúpulos morales o éticos por trabajar para los «sectores oligárquicos» cuando durante tantos anos no parecía haberlos por trabajar directa e inmediatamente al servicio del «fascismo», y no el del Estado. sino nada menos que del Movimiento y la Organización Sindical vertical? ¡Por favor!
Pública subasta
¿Qué hacer, pues? ¿Cómo regularizar democráticamente la situación de los medios de comunicación hoy en manos del Estado, con el menor coste social posible? En mi opinión, y puesto que el cierre puro y simple queda descartado en función de que este Estado es legalmente heredero del anterior, lo que hay que hacer es lo que cualquier Estado normal realiza cuando debe enajenar un bien de su propiedad sin destruirlo: ponerlo a pública subasta. Si estas subastas se cubren habrá desaparecido el problema social de las tantas veces mencionadas familias de trabajadores.
También pueden arbitrarse fórmulas de financiación razonablemente baratas a los propios trabajadores, si éstos quieren constituirse en empresarios cooperativos y acudir a la subasta. Y si resultase que, pese a todo, no se cubriera, es que sería meridianamente clara la inviabilidad objetiva de los periódicos o emisoras rechazados. En una situación así, ¿cómo puede defenderse la teoría de que sea el dinero público, el dinero de todos los contribuyentes, el que cubra sistemáticamente el déficit de unas empresas inviables que, además, deben estar fuera del control del Poder? Esto sería, sencillamente, un puro disparate.
El Estado, los poderes públicos, deben garantizar la libertad de expresión en toda democracia, lo que conlleva una doble responsabilidad: de un lado, la abstención de ser propietario o de controlar los medios de expresión de la opinión pública; de otro, la obligación de ofrecer una información transparente de su actividad, situación de la cual, por desgracia, estamos todavía muy lejos. No hay razón alguna por la que el Estado sea propietario de medios de comunicación, y menos aún en régimen de monopolio, como es el caso de la televisión, y no existe motivo para que el Estado, en consecuencia, ejerza una competencia desleal con las iniciativas sociales. La libertad de información pasa por el respeto del Poder a la expresión natural de la opinión pública y por la transparencia de lo que el Poder hace, respondiendo de ello ante la sociedad, de la que no es más que un mandatario.
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