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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La relativa "primavera" del PCE

LAS CONFERENCIAS regionales preparatorias del IX Congreso del Partido Comunista ponen de manifiesto que algo muy serio y profundo está sucediendo en una organización que se había caracterizado, hasta ahora, por el monolitismo ideológico, la intolerancia inquisitorial hacia los disidentes y el omnímodo poder de sus dirigentes impuesto a los militantes mediante una disciplina cuartelaria. La puerta abierta a la discusión en esas reuniones -en Madrid, en Asturias, en Cataluña, en Andalucía- ha dejado entrar un huracán de polémicas y debates de los que no siempre las tesis de la dirección han salido bien libradas.Tal vez la furia de ese vendaval haya sorprendido incluso a quienes lo han permitido, y la experiencia de esta «primavera española» en el seno del PCE aconseje en el futuro mayor prudencia a los celadores de la disciplina, y la ortodoxia. No es probable, sin embargo, que ese eventual retroceso pudiera llevar hasta las antiguas prácticas de expulsión de los discrepantes y cooptación por entero desde arriba no sólo de los cuadros del aparato sino incluso de los propios delegados a los congresos.

Evidentemente, esos nuevos vientos de libertad no tocan el techo de la democracia, como Algunos entusiastas han afirmado. El control del aparato permite siempre a la dirección -como en Asturias- jugar con ventaja en la preparación de las asambleas, la fijación del orden del día y la dirección de los debates, y el establecimiento de las candidaturas para la designación de los miembros de los comités o de los delegados para el congreso. Pero sería injusto, o cuando menos excesivo, atribuir sólo a los comunistas mañas y trucos que se dan en todos los partidos, como consecuencia de la férrea tendencia de la dirección de toda organización a convertirse en oligarquía. Será muy difícil que los hábitos democráticos en el PCE maduren hasta el punto de que la base pueda elegir y remover libremente a sus dirigentes, encastillados en situaciones de poder prácticamente inexpugnables. Pero la circulación de la información, el derecho a defender públicamente las propias posiciones y los debates sobre cuestiones generales son ingredientes básicos, aunque no únicos, de esa vida democrática de la que hasta ahora el PCE habla carecido.

Por lo demás, resulta sorprendente que buena parte de las discusiones en esas conferencias preparatorias hayan girado en torno al abandono o mantenimiento del término «leninismo». El normal desenvolvimiento de un debate de ese género exige un amplio conocimiento de los textos de un escritor muy prolífico y de una época lejana y sumamente compleja. De ahí que la polémica emprendida tenga un cierto sabor de disputación escolástica y una notable vagorosidad y ambigüedad en sus términos. Tal vez razones más pragmáticas que la vieja tradición de los partidos marxistas de enzarzarse en complicadas, y muchas veces estériles, polémicas ideológicas sean las que expliquen esa transmutación en aulas para una disputatio sobre el leninismo de unas conferencias cuyo cometido fundamental sería servir de marco para que los militantes puedan exigir cuentas a sus dirigentes, elegir a sus delegados y votar la línea política de su partido.

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En ese sentido, el desplazamiento de los debates hacia cuestiones ideológicas, o incluso hacia planteamientos puramente terminológicos, ha podido servir de aliviadero para que los ímpetus de los militantes no se centraran en problemas específicamente políticos, directamente relacionados con el pasado inmediato y el próximo futuro de los comunistas. Ese temario político es nutrido y polémico: el relativo descalabro electoral de junio de 1977, el fracaso de buena parte de los diagnósticos y pronósticos realizados durante la última etapa del franquismo por la dirección del PCE, el brusco viraje dado hace un año a propósito de la forma de Estado, la pérdida relativa de terreno de Comisiones Obreras (cuya dinámica durante el período final de la dictadura le permitía aspirar al copo casi absoluto del mundo sindical), el nuevo talante acerbamente crítico respecto a la Unión Soviética, la transformación en un concepto «científico» de las todavía imprecisas y vagas ideas del eurocomunismo, la agresividad -plenamente correspondida- hacia los socialistas, las esperanzas y confianzas depositadas en UCD y el señor Suárez, el inveterado triunfalismo de una organización que tiende a considerarse el ombligo del mundo y a considerar las críticas que se le formulan como elementos de una conspiración siniestramente orquestada, etcétera. Pero esa discusión, llevada hasta el final, conduciría inevitablemente a la rendición de cuentas de unos dirigentes cuya abnegación y espíritu de sacrificio personales no siempre marchan en paralelo con la capacidad teórica y organizativa.

Seguramente, aquí es donde el PCE se juega su futuro. La supresión del término «leninismo» puede tal vez mejorar las posibilidades electorales de los comunistas, en su competición con los socialistas por apoderarse de un mismo espacio político. Pero no es una conjetura demasiado aventurada señalar que los comunistas sólo dispondrán de un serio apoyo electoral cuando hayan renovado su viejo equipo dirigente, demasiado asociado con una teoría y unas prácticas que ahora se rechazan, e incorporen a los puestos de responsabilidad a personas que confieran credibilidad a ese compromiso de su organización con el pluralismo y la libertad. El desarrollo de las conferencias preparatorias del congreso ha mostrado que los aires de renovación son ciertos pero que no afectan a la permanencia al frente del PCE de quienes los sofocaron hasta fecha bien reciente. Los mismos que, curiosamente, están dispuestos a jurar por el eurocomunismo con la misma firmeza y entusiasmo que lo hicieran antaño por el leninismo y el estalinismo.

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