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Tribuna:
Tribuna
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Y ahora, ¿qué?

Durante varios días en las semanas que precedieron al descanso de la Cámara, una de esas comisiones de encuesta que autoriza el artículo 124 del Reglamento del Congreso de los Diputados, oyó diversos informes acerca de nuestra política africana, en medio de una expectación que, sensiblemente, fue disminuyendo de día en día.Los simples espectadores hemos conocido a través de la amplia información de la prensa las más variadas intervenciones. Afirmaciones claramente acusa doras de personas y de actitudes; defensas más tesoneras que acertadas de una política abandonista; reivindicación de la alta moral de las Fuerzas Armadas; pronósticos valientes de quien ostentaba la representación de España en el más alto órgano internacional, y que, sin embargo, no se quisieron tener en cuenta cuando todavía era tiempo de evitar lo peor; desenfiles estratégicos en el terreno de la dialéctica de quien tuviera tal vez mucho más que decir; y para que nada faltase, la nota jocosa de un improvisado y ocasional diplomático, entre calé y cantinflero... Todo, menos lo que era esencial, la presencia de quien más obligado estaba a dar cuenta de sus innegables responsabilidades como jefe de Gobierno en el período angustioso de desamparo nacional entre un dictador moribundo y un Príncipe heredero de un poder antidemocrático que se desmoronaba.

Y todo ese desfile de tristezas, ¿para qué? ¿Está el caso concluso, a juicio de la Comisión de encuesta? ¿Se atreverá a exigir, domando su rebeldía, la presencia del gobernante más obligado a dar las respuestas que el país espera? ¿Reclamará los testimonios complementarios que la trascendencia del tema exige? ¿Llegará al organismo investigador la documentación que justifique, o explique por lo menos, una política exterior de imprevisiones, abandonos y cobardías? ¿Redactará la Comisión, como final obligado de sus tareas, el informe o dictamen que permita entablar en el Pleno del Congreso un debate a fondo, que pocas veces estaría más justificado?

Es de temer que no pase nada. La Comisión archivará sus actas, dará por conclusa su patriótica tarea y dejará que la voluble atención de los parlamentarios se centre en la tardía explicación de la crisis por el señor Suárez o en las incidencias de las fechas de las elecciones municipales y preparación del amistoso reparto de ayuntamientos entre los grupos dominantes.

El debate de los problemas de nuestra política africana en la Comisión de encuesta, sobre todo si concluye por consunción sin pena ni gloria, no dejará el más pequeño saldo positivo. No habrá definidido responsabilidades, no habrá destacado errores, no habrá apuntado remedios, no habrá extraído lecciones de posible utilidad para la política futura.

Habrá, eso sí, dejado un rastro de amargura, de pesimismo, de falta de confianza del pueblo español en sus gobernantes y hasta en su propia capacidad para imponer en una pequeña área de la política internacional una coherente voluntad propia.

¡Lamentable saldo obtenido por el que se llama el primer Parlamento de la democracia!

El fenómeno no es nuevo, y la justicia obliga a destacarlo. Rara vez una encuesta parlamentaria produce por sí sola resultados fecundos.

La investigación de las responsabilidades de Annual en el Congreso, con la incoación del voluminoso expediente Picasso, desembocó en un estéril debate en las Cortes, que fue una de las causas determinantes del golpe de Estado de Primero de Rivera y, a la larga, de la caída de la Monarquía.

La encuesta de Casas Viejas quebrantó la autoridad de Azaña en plenas Constituyentes, cuando no había logrado domeñar los extremismos de los que con él firmaron el pacto de San Sebastián.

En pleno bienio de 1933-35, las encuestas del estraperlo y del asunto Nombela, insignificantes en sí mismos, sirvieron para desencadenar uno de los más bochornosos episodios parlamentarios, que facilitó la maniobra de los responsables de la revolución del 34, dio un magnífico pretexto para las maquinaciones caciquiles del presidente de la República y precipitó a España en el extremismo del Frente Popular y en la catástrofe de la guerra civil.

Y es que las comisiones de encuesta no tienen razón de ser en, un régimen parlamentario que funcione con una mínima normalidad.

La fiscalización de los actos del poder ejecutivo en el parlamentarismo es eficaz a través de los debates generales de la política del Gobierno, de las preguntas e interpelaciones, de los votos de confianza y de censura; y sólo cuando se dibuja una responsabilidad de índole penal, la Cámara Baja actúa como fiscal a través de una comisión, que sostiene la acusación ante una Cámara Alta, erigida en tribunal, cuando existe un régimen bicameral, o ante un Tribunal Constitucional o especial, cuando la estructura política es unicameralista.

Las comisiones parlamentarias de encuesta son más propias de los sistemas presidencialista. En este sentido, el ejemplo del Senado de Estados Unidos ha tenido influencia, que no ha resultado beneficiosa, porque no es rectamente aplicable ni en las Monarquías ni en las repúblicas parlamentarias.

La Constitución de Norteamérica, no obstante ser la coronación legal de una guerra de independencia, triunfante contra Gran Bretaña, heredó en grandísima parte el espíritu monárquico latente en las antiguas colonias inglesas, y creó un poder ejecutivo fortísimo, sin la menor dependencia de las asambleas deliberantes. El control del ejecutivo por el legislativo, no es posible allí más que a través de la aprobación de las leyes o del rechazo del veto presidencial y de la ratificación por el Senado de la designación de los grandes colaboradores del presidente en una política interior y en la internacional.

Pero una Asamblea tan poderosa como el Senado, que representa a los Estados como tales, que mantienen viva su personalidad frente al poder de la Confederación, encontró a través de las comisiones investigadoras un medio eficacísimo de enfrentarse en ocasiones importantes con la actividad presidencial, y hasta de inmiscuirse, a veces, en la esfera del poder judicial.

Una comisión senatorial de investigación tiene facultades omnímodas para reclamar toda clase de documentos, para practicar cuantas investigaciones crea precisas, para obligar a prestar declaración a las personalidades más relevantes. La actitud de resistencia del señor Arias Navarro hubiera sido inconcebible ante una comisión senatorial de Estados Unidos.

Lo que ocurre de anómalo en la actual situación transitoria de España es una consecuencia obligada del sistema en que nos movemos. No se decide a ser parlamentarista. (Los votos de confianza y de censura serán regulados, según el reglamento, hasta que se promulgue la Constitución, por una ley especial, que ni se ha aprobado ni se aprobará.) No se atreve a proclamarse presidencialista, porque la institución monárquica no lo permite.

Fluctúa entre los dos extremos. Adopta las formas externas de los parlamentos, pero no es capaz de exigir responsabilidades políticas del Gobierno, cuyo presidente se rodea de otro Gobierno particular de consejeros amigos; y cuando pretende penetrar en las grandes cuestiones internacionales, lo hace a través de una comisión que no se decide a llegar hasta el fondo del problema.

Nuestra política africana ha sido la gran víctima de este sistema híbrido.

Hemos abierto el proceso y nos hemos quedado a medio camino. Por eso me atrevería a preguntar, como al principio de estas líneas: Y ahora, ¿qué?

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