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La sangre de Parrita dio importancia a una corrida inválida

ENVIADO ESPECIAL, La plaza a reventar, de fiesta estaba el público, con mucho alboroto y trasegar de vino por los tendidos de sol, donde Mari Carmen, la de sus muñecos, atalajada de valenciana, firmaba autógrafos. La corrida importaba menos que el alboroto mismo, porque salían de chiqueros unos garabatos, bonitos de pelo -eso sí- que no tenían respeto, ni fuerza, e iban a los engaños como borreguitos. Manzanares y el Niño de la Capea les daban pases. ¿Malos pases? ¡Hasta ahí podíamos llegar, darle malos pases a animalitos tan obedientes! Pero el caso es que tampoco eran buenos, como para arrebatar, y la llama del entusiasmo no prendía de ninguna de las maneras. Por eso, cuando el presidente le regaló una orejita al fino torero de Alicante, éste se llevó una bronca cerrada, y por eso el Niño de la Capea no pudo ni dar la vuelta al ruedo, aunque había estado tan bullido como siempre y mató de un estoconazo espectacular.Pero el tercer torillo tenía genio y puso los nervios de Parrita a flor de piel. El morito iba, pero por los adentros, que dándoles los medios y el torero, con la muleta en la izquierda, intentaba ligar los pases, que no siempre salían limpios. En el remate de uno de ellos, el torrestrella le enganchó por un muslo, y ya en el suelo le tiró cornadas por todas partes, de las que cuatro hicieron carne. La consternación se enseñoreó de la plaza.

Plaza de Valencia

Cuarta corrida fallera. Toros de Torrestrella, escasos de presencia, sin fuerza (los dos últimos, auténticos inválidos), dóciles. Sólo el tercero presentó dificultades. José Mari Manzanares. Media pescuecera (oreja protestadisima). Pinchazor y estocada corta desprendida (silencio). Estocada en la cruz (dos orejas y rabo). Niño de la Capea. Estocada y descabello (ovación y salida al tercio). Pinchazo (aviso), otro pinchazo leve y descabello (vuelta). Pinchazo arriba, otro abajo y descabello (oreja). Parrita. Herido menos grave al muletear al tercero. Sufre cuatro cornadas; dos en el escroto, de cinco y siete centímetros, respectivamente, con hernia de testículo, y dos en el muslo izquierdo, de siete y ocho centímetros, respectivamente, con destrozo de piel, tejido celular subcutáneo y músculos.

Cuando las asistencias se llevaban a Parrita, visiblemente dolorido, y Manzanares liquidaba al toro, la corrida empezó a tener importancia para la galería y de allí en adelante embocó por los cauces del triunfalismo más desatado. Y era absurdo, porque los toritos que siguieron saltando a la arena no pasaban de ser igual de cómodos, de borregos y de blandos que los dos primeros. O acaso más, porque apenas si se les podía picar -a los dos últimos sólo les señalaron el puyazo- y se caían con más frecuencia. E injusto también, porque gran parte del éxito que obtuvieron los toreros se debió a la sangre vertida por Parrita en un remate infortunado la cual dio importancia a una corrida cuya lidia no tenía mérito alguno.

Las tres faenas que vimos a partir de aquí constituyeron otros tantos interminables trasteos compuestos por cientos de muletazos -¿o miles? ¿Alguien podría jurar que no fueron miles?- de teoría escasa y sin mayor emoción que la que el público aportaba con sus olés estruendosos y su entusiasmo desbordado. En medio del océano de la vulgaridad, Manzanares cuajó pases de pecho de soberbia ejecución y alcanzó momentos de auténtica calidad cuando recogió el sombrero que le había lanzado un espectador, y mientras lo sostenía con la mano izquierda, apoyado en la cadera, dibujó cuatro derechazos a pies juntos, desmayada la mano de mandar, largo y suave el recorrido. La emotividad de estos pases, rubricados por una estocada certera, electrizaron al tendido y le valieron los máximos trofeos. El Niño de la Capea trazó en el sexto tres naturales hondos, los mejores de la tarde, pero se lo dio a un birria de toro que carecía de la elemental presencia y rodaba continuamente por la arena. Lo demás fueron. pases del suma y sigue, desiguales, casi siempre sin ligazón, y vuelta a empezar en un trasteo mecánico, propio de currantes del toreo, con el oficio que les da -a Manzanares, al Niño de la Capea y alguna otra figura de estos tiempos- torear en todas partes género tan sin sustancia como el que Domecq trajo ayer a Valencia para mayor gloria de monopolistas y monopolizados.

Los aficionados de la naya de los doctores se desgañitaban denunciando la trampa, y el público se metía con ellos. « i Destructores! », les gritaban. Pero la realidad es que nadie en tauromaquia destruye más que quienes buscan espectáculos así, prácticamente sin toros, y los tienen que salvar del ridículo la súbita sombra de la tragedia. Una vez más ha estado al quite el torero de menos cartel de la terna. Su cuerpo cosido a cornadas fue la única verdad de la tarde. Así de triste, triunfalismo aparte.

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