El Cordobés volvió a llevar el público a la plaza de toros
La reaparición de El Cordobés, ayer en La Maestranza de Sevilla, fue un éxito rotundo. El festival, que estuvo rodeado de una expectación inusitada, tuvo en el fenómeno de Palma del Río su máximo protagonista. Diego Puerta, que también reaparecía, hizo el mejor toreo, pero quedó oscurecido por las singulares y frecuentemente histriónicas maneras que utiliza El Cordobés, ante los toros, las cuales llevaron el delirio al tendido. , enviado especial a Sevilla, relata los pormenores de este festejo, que puede ser histórico, pues se afirma que supone el retorno definitivo a los ruedos de El Cordobés.
El terrateniente Manuel Benítez, sigue siendo Manolo. «i Manolo, a por él, que ya es tuyo! ¡Manolo, córtale las orejas! ¡No hay nadie más grande que tú, Manolo!» Las exclamaciones, los gritos, los sobresaltos y hasta los síncopes que pudieron verse y oírse en la década de los años 60 y principios de los 70, cuando toreaba El Cordobés, volvieron a verse y oírse ayer en La Mestranza de Sevilla, bañada de sol después de días y días de lluvia; puesta a reventar por uno de los taquillazos más rotundos que se recuerdan en esta plaza.Fue porque de nuevo, una pausa en su retiro, toreó El Cordobés. El Cordobés no toreó. No hay ni remoto parecido entre el espectáculo que ofreció ayer Manolo -«¡Manolo, mi arma, por qué te fuiste!»- y el arte o la técnica de torear; ni aunque fuera la más fácil.
Era la argamasa, pero argamasa barata, muy mala, de una obra de altos vuelos, sin embargo, que Manolo -«iManolo, los tienes más grandes que la cabeza de Briján, con sombrero y to!»- sabe construir, y construía ayer cuantas veces le vino en gana, sin preámbulos, sin justificaciones, sin disimulos. Esa obra es -así, por las buenas- volver al repertorio antiguo, el que le hizo famoso. Sin abuso del salto de la rana, que vendría al final, a guisa de apoteosis. Pero con uso de ese su peculiar caminar saltarín, como a hurtadillas; de la distorsión del propio esqueleto, pecho abombado y gesto de fiera, para la resolución airosa de un desairado achuchón; de los agarrones al animalito, para dejar rebozado en sangre y arena un traje campero que en el paseillo fue flamante y de impecable corte; de arranques inesperados, en los que arrojaba lejos muleta y estoque y hacía como que boxeaba con el toro; de la ancha sonrisa, sonrisa estereotipada, que es ese infalible nudo de conexión con la galería; de los paseos y carreras, órdenes y contraórdenes a las cuadrillas, piruetas y desenfadados gastos por las cercanías de las tablas, todo ello más histriónico que gracioso, aunque suscitaba carcajadas.
De cualquier forma hubo momentos estelares que determinaron la apoteosis final. Empezó cuando se tiró al cuello de uno de sus banderilleros, previo salto de tigre. Ocurrió que Manolo -«iManolo, demuestra quien eres!»-, después de un pinchazo a su segundo toro, cobró media estocada atravesada feísima, pero él la debió tener como un volapié del Tato o más y se puso a dar saltos de júbilo mientras mandaba a la cuadrilla que se retirase. Un peón no debió advertir la orden y fue hacia el toro para marearle con el capote. Y entonces vino el salto felino, de cinco o seis metros, que se celebró como si en vez de tirarse al cuello del torero le hubiera puesto un piso. Los momentos estelares siguieron durante el sexto toro, inofensivo, espécimen de los que van y vienen, al que hizo una faena larga y aburrida, que cortó de súbito porque nos podíamos dormir todos, público, toro y el propio Cordobés. Mas he aquí que tras un cansino paseo hasta el burladero para cambiar la espada, inesperadamente se lanzó de rodillas para dar un molinete y siguió con media docena de saltos de la rana, tremendos saltos de impulso primitivo y violento aterrizaje -le sonaban las tabas-, los cuales pusieron al público en pie. Y concluyeron en el octavo torillo, al producirse una voltereta de abrigo que puso en guiño de tragedia en la luminosa tarde sevillana; más nuevos saltos y un desplante final de pie, que convirtió el tendido en un manicomio: lo inició con unos braceos de box y remató con una patada al morro del animal, que si le da de lleno allí lo hace rodar sin puntilla.
Salida a hombros
El Cordobés, Diego Puerta y Alvaro Domecq salieron a hombros de una multitud por la puertá del Príncipe, y anoche no se hablaba en Sevilla de otra cosa que de este acontecimiento y de que Manolo -«iManolo, no te vayas!»- toreará de luces esta temporada.
Lleno hasta la bandera en La Maestranza para el festival a beneficio de La Vejez del Torero; hubo en el paseíllo ovación para los lidiadores, pero no clamorosa ni sostenida. Puerta y El Cordobés cruzaron el ruedo hechos unos manojos de nervios. El rostro del sevillano estaba descompuesto; la ancha sonrisa del fenómeno de Palma del Río se rompía nada más esbozarla. Domecq rejoneó con torería una res de Torrestrella y obtuvo una oreja.
La labor de Puerta también provocó ovaciones, pero el delirio -decíamos- estuvo con El Cordobés. Ambos toreros regalaron los sobreros, con lo cual el festejo « fue de nueve toros. El cómputo de pases resultante, varios miles quizá, no podría hacerlo más que eso: una computadora. Pero al público no se le hizo largo el festival, sino corto. Salió feliz. Si estos toreros vuelven, si vuelve El Cordobés, como se asegura, las claras y acusadas atenciones políticas del pueblo llano, sano y soberano, van a tener en este hombre -un predestinado, no cabe duda: le basta estornudar para llevarse a la gente de calle- un serio competidor.
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