Els Joglars, en el exilio
LA HUIDA de Albert Boadella del hospital penitenciario, seguida de la marcha a Francia de Ferrán Rané, ambos procesados por la jurisdicción militar por presuntas injurias a las Fuerzas Armadas, sitúa este asunto, circunscrito al principio dentro de los límites de un conflicto de competencias, en un terreno minado sobre el que será preciso caminar con la mayor prudencia.En anteriores comentarios editoriales, publicados a raíz del procesamiento de los actores del grupo Els Joglars y del encarcelamiento de su director, indicamos que la principal responsabilidad de este incidente recae sobre el Gobierno y su grupo parlamentario por la tardanza en instrumentar los acuerdos del pacto de la Moncloa que se refieren a la reconsideración de los límites del Código de Justicia Militar en relación con la competencia de la jurisdicción castrense.
El 27 de octubre de 1977 el Gobierno y todos los grupos parlamentarios -con excepción de Alianza Popular- llegaron a un compromiso formal para restringir, en el más breve plazo, las fronteras excesivamente dilatadas de los tribunales militares. El párrafo primero del apartado VII del «Acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política» reconocía la necesidad de «resolver la dualidad de tipificaciones entre el Código Penal Común y el Código de Justicia Militar», de forma tal que este último quedara restringido a los delitos propiamente castrenses. Evidentemente las injurias a las Fuerzas Armadas expresadas por civiles, que es lo que se imputa al grupo Els Joglars, serán conocidas en el inmediato futuro, una vez instrumentado el acuerdo, por los tribunales ordinarios y castigadas, si hubiera lugar, por el Código Penal Común.
Así pues, Albert Boadella y sus compañeros entraron en el campo de la jurisdicción militar por un presunto delito cometido después de la aprobación de un acuerdo político que excluía tal posibilidad y antes de que ese pacto quedara materializado en leyes y fuera formalmente vigente. La misma circunstancia de ese procesamiento, dictado en diciembre de 1977, hubiera debido obligar al Gobierno, por razones tanto morales como políticas, a acelerar la instrumentación legal del acuerdo pertinente de los pactos de la Moncloa.
El rigorismo de la jurisdicción militar, intrínseco a su propia naturaleza en cuanto que está orientada a la penalización de conductas que infrinjan la disciplina castrense, no hizo posible, en su día, aceptar una interpretación animada por el principio in dubio pro reo y considerar que los pactos de la Moncloa convertían en inaplicable una legislación destinada a ser derogada en pocos meses. Hay que decir, con todo respeto, que ese rigor, aunque comprensible, ha sido desafortunado, independientemente de la gravedad del delito del que se inculpaba a Els Joglars, tema sobre cuyo fondo en absoluto queremos pronunciarnos estando sub judice. También la prisión preventiva de los procesados que se hallaban en libertad provisional, dictada tras la huida del señor Boadella, resulta muy estricta contemplada desde un punto de vista civil y aplicada a personas civiles.
Las consecuencias de todo esto es que se ha creado un conflicto cuya importancia no se debe desmesurar, pero tampoco infravalorar. La democracia española conoce desde hace unos días sus dos primeros y peculiares exiliados políticos por motivos relacionados con la libertad de expresión. No creemos que este hecho sea bueno para nadie. Ni para la imagen de nuestra naciente democracia, ni para el prestigio de unas Fuerzas Armadas sinceramente comprometidas en la tarea de consolidarla y de hacer más transparentes sus relaciones con la sociedad civil.
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