La sensatez de la justicia militar
EL PRIMER día del año, en un cuartel de Intendencia de Barcelona, los mandos militares han dado una silenciosa lección de realismo político y de comprensión del proceso constituyente que vive el país. Un recluta -Enric Garriga- adujo su condición de objetor de conciencia, bajo juramento, y los oficiales de reclutamiento prorrogaron su incorporación a filas hasta que la próxima Constitución regule el derecho de objetar el servicio en armas.Dicho objetor, que hace un par de años habría sido remitido directamente a prisiones militares para cumplir condenas ininterrumpidas hasta su pase a la reserva como presunto soldado; que hasta hace pocos meses hubiera tenido que hacer un servicio civil mucho más prolongado que el militar, está ahora en su casa, con la cartilla militar en su poder, esperando tranquilamente a que el Congreso de Diputados regule las consecuencias de su opción moral. Todo ello gracias al buen sentido de unos oficiales adscritos a la Capitanía General de Barcelona.
El Ejército se somete voluntariamente a una disciplina y a unas normas jurídicas muy estrictas. Aún más severas que las que rigen el clero. Pero ello no obsta para que los oficiales del Ejército se muevan, en determinados casos, dentro de unos límites de tolerancia y flexibilidad. Particularmente cuando media la elaboración de un nuevo texto constitucional. A veces, el Ejército, quizá para exasperación de los intransigentes, reparte lecciones de perfecto entendimiento político-social sobre lo que implican los momentos de transición histórica.
Ya hemos dejado sentado en nuestra línea editorial que el Ejército, cuando hace recaer su jurisdicción sobre civiles y por presuntos delitos no estrictamente castrenses, no es ni duro ni suave, no es otra cosa que lo que la política civil le ha obligado a ser. Y de la misma forma que un ordenamiento jurídico estatal, una filosofla política intolerante, castigaba con harto exceso la objeción de conciencia, obligando a los tribunales militares a dictar severas penas, esa misma política exigía de lajurisdicción militar el procesamiento y castigo de todos aquellos civiles que hubieran cometido delitos que el poder civil quisiera alzaprimar como sanción ejemplificadora ante el resto de la sociedad.
Desagradable papel para lajusticia militar, que hubo de pasar por procesos como el de Burgos (contra militantes de ETA), por el del Goloso (contra militantes del FRAP) y por toda la larga y menor lista de procesamientos de civiles, culminados ahora con la detención del señor Boadella y de algunos miembros de su grupo teatral, Els Joglars.
Entre el pacto de la Moncloa y el proyecto de Constitución parece claro que será en un futuro inmediato la jurisdicción ordinaria quien se encargará de dirimir si los civiles ofenden o no a las Fuerzas Armadas. A nadie se le oculta que resta un terreno de nadie, desde el punto de vista jurídico, entre la situación actual y el refrendo de la próxima Constitución. Terreno resbaladizo, pero, al tiempo, muy propenso al asentamiento de bases de comprensión y tolerancia. Así parecen haberlo entendido los oficiales de la Capitanía de Cataluña, que dieron cartilla militar a un objetor. A la postre es el mismo caso que afecta a Boadella y a sus actores. Una vez remitida la tensión y la presión de la huelga del espectáculo, bien puede el Ejército darnos otra lección de talento político liberando al director de Els Joglars y aplazando la vista de su causa hasta que la nueva Constitución delimite las fronteras de la jurisdicción militar.
Con ello ganaremos en claridad política y jurídica, aliviaremos innecesarias tensiones entre civiles y militares, y nos quitaremos de encima muchos de los traumas naturales que pueblan todo tránsito desde la autocracia a la democracia.
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