El nuevo cesaropapismo
LAS DECLARACIONES hechas por el arzobispo de Zaragoza sobre la Iglesia y la Constitución (véase página 9 de este mismo número) a un semanario diocesano aragonés son un nuevo motivo de meditación para los que hayan tomado por su valor nominal los planteamientos adoptados por la Iglesia española desde hace unos pocos años en torno a las relaciones entre el Estado de una sociedad democrática y la Jerarquía eclesiástica. Don Elías Yanes no pertenece al grupito ultramontano de altos dignatarios de la Iglesia que sueñan con la perpetuación del «nacionalcatolicismo» de la década de los cuarenta, ni menos, aún se alinea con los cismáticos del obispo Lefèbvre. Tampoco es una personalidad marginal o un simple doctrinario. Es un obispo político, que realizó una meritoria labor como secretario de la Conferencia Episcopal y con cuyo nombre se especula ahora para sustituir al cardenal Tarancón en la presidencia. Se trata de una personalidad sumamente representativa en el seno del Episcopado.Dice monseñor Yanes que todo Estado, «Incluso el más democrático», encierra «una peligrosa tendencia a constituirse en organizador universal de toda la vida del hombre». Aun siendo esta una afirmación probablemente correcta desde el punto de vista intelectual es cuando menos ambigua y perturbadora, cara a la convivencia española, si se tiene en cuenta quién la dice y cuándo la dice.
En la alusión global a todo Estado («incluso el más democrático») quedan difuminadas y borradas las diferencias espectaculares y sustanciales que separan a los Estados teocráticos, dictatoriales o autoritarios, del signo que sean, de los que se esfuerzan en la protección de las libertades individuales y los derechos cívicos frente a los abusos del poder.
Esa inevitable y general tendencia, descrita por monseñor Yanes, de los sistemas políticos a constituirse en organizadores universales de toda la vida humana amenaza así con reducir a simples matices la abismal diferencia entre el Régimen anterior, que perseguía -es un ejemplo- a los protestantes como a delincuentes mientras colmaba de privilegios a las órdenes religiosas, y el proyecto de comunidad política democrática que se perfila ante nuestro futuro, y que el borrador de la Constitución prevé.
Las reconvenciones del arzobispo de Zaragoza contra la «reacción agresiva» de «muchos comentaristas» y contra su utilización de «adjetivos cargados de menosprecio» a propósito del documento colectivo de los obispos contra la Constitución son lamentables. No ha existido en la prensa española, ni mucho menos, un trato peyorativo en el tema, ni se ha empleado en la crítica a la jerarquía un tono diferente que en la crítica al Gobierno o a otros estamentos sociales.
Por lo demás, hemos dicho que los obispos tienen derecho a emitir su juicio sobre la Constitución, y, deben hacerlo si consideran que contribuyen a aclarar posiciones, defender intereses o a lograr el bien de todos. Pero no deben ignorar los obispos que junto a su magisterio moral sobre los fieles de la Iglesia católica ejercen con sus opiniones una auténtica presión política sobre la comunidad civil. Tachar por eso de prejuicios anticlericales todo comentario no escrito desde la obediencia o desde la creencia católicas es querer una vez más trasladar la convicción íntima del católico al plano de las relaciones temporales entre los hombres.
Las declaraciones del arzobispo de Zaragoza tienen, detrás de esas disgresiones doctrinales, un objetivo concreto: mostrar su desacuerdo con el artículo 16 del anteproyecto de Constitución, en especial al párrafo 3. La sola referencia a las «creencias religiosas de la sociedad española» y la falta de alusión explícita a la Iglesia católica como organización de un amplio sector de tales creencias despierta en monseñor Yanes temores de que el Estado se limite en el futuro a mantener relaciones de cooperación únicamente con las creencias («o con algún otro ente que no conocemos», añade con cierto tono de sarcasmo) y no con «la realidad social e institucional de la Iglesia católica». El prelado sugiere dos explicaciones alternativas para esa omisión de la ponencia constitucional. La primera es puramente retórica: la ausencia se debería a «que la Iglesia, si existe, es una realidad que no cuenta para nada». Pero la segunda sería que la Iglesia «es una parte de la sociedad española que cae bajo la soberanía del Estado», de forma tal que «lo único que cuenta son las creencias subjetivas de los españoles». Con toda claridad es preciso decir que dentro de las fronteras de una nación resulta difícil admitir efectivamente la existencia de otra soberanía en competencia con la del Estado; y que a un Poder democrático lo único que cabe exigírsele es que respete los derechos civiles y políticos de sus súbditos, bien sea ejercidos en forma individual, bien sea defendidos de forma colectiva. Que la Iglesia española es una «realidad social e institucional» a nadie se le escapa; que tiene derechos institucionales derivados de los que corresponden colectivamente a sus fieles en aquellos terrenos que no resulten conflictivos con el resto de los ciudadanos también parece claro. Pero esgrimir privilegios corporativos hasta el punto de considerarse exenta de los deberes que, como persona jurídica, le señala el Estado nos retrotrae casi hasta la guerra de las Investiduras. Bajo la soberanía del Estado español están todos los españoles, monseñor Yanes. Incluso los obispos.
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