Lo social y sus peligros
En fechas recientes se han acumulado contra la malhadada. ley de Peligrosidad Social todo tipo de argumentos, sean jurídicos, políticos, éticos o incluso caritativos. Como disposición legal, evidentemente, no tiene desperdicio y su recusación desde cualquier plano se convierte en un auténtico gozo teórico, sencillo y tonificante. A no dudar, los días de esta ley están contados, al menos en su ' forma actual, y ya la alancean en el Parlamento algunos filigranistas a toro pasado. Muerta y bien muerta sea, ponzoñoso cadáver aún en pie, y entiérresela, en buena hora. Pero antes he querido escribir una alarma: «En su forma actual». Sobre esta restricción van montadas las: reflexiones que siguen. Pues es, notorio que las violencias del Poder suscitan mucho más asco por su forma que por su entraña, y, suele, considerarse amenaza liquidada aquello a lo que se ha hecho " poco más que cambiar de nombre o de expresión jurídicamente articulada. En los períodos de alharaca constituyente que vivimos, la cosa se canta sola y no hay que agacharse mucho para encontrar ejemplos de tales partos de los montes. Quizá algunos merodeos en- torno a las -malolientes vísceras de tal ley -o, mejor, de la concepción política, implicada en ella- puedan contribuir a dificultar el sólito proceso de «a ley muerta, ley puesta», así como persudir a la gente en general de que lo que aquí se cuece es algo más serio que la abrogación de una ley «fascista», algo más serio tam bién que la enmienda de una in corrección jurídica y, en especial, algo más serio de lo, que los políticos pueden solventar en una sesión plenaria con un par de benévolas disposiciones transitorías tras cinco artículos: algo realmente interesante, vamos.,Si uno quisiera exagerar un poco -y, si no exagera, ¿cómo va a llamar la atención del lector en un par de folios sobre lo que quiere llamarla?- esta ley de Peligrosidad Social tan deleitosamente atacable, es un símbolo de la ley en general, de: la ley sin más. Tal emblemática condición le viene de que une en su mismo enunciado dos palabras de auténtico peso -peligro y social- que así, juntas, suenan como un toque de clarín o un retiñir de campanas llamando a rebato.. ¡Ahí és nada, lo social en peligro! Pero toda ley, naturalmente, ¡o que- denuncia e intenta prevenir son los peligros corridos por lo social, de aquí que.la disposición que combatimos sea, al menos simbólicamente, ni más ni menos que la ley toda. ¿Acaso se preten de, pues, abolir todas las leyes con el pretexto de cargarse la de Peli grosidad Social? Nada más lejos de la intención del que suscribe, que es hombre de orden: además, las leyes no se podrían abolir in toto más que merced a una ley de rango superior que las tachara de un plumazo, como suele decirse, y es de temer que esa ley y ese plumazo fuesen particular mente indelebles una vez dados, No, de lo que se trata más bien es de tranquilizar a lo social sobre los peligros que le amenazan: si yo pudiese aboliralgo, lo que no es el caso, aboliría. precisamente los peligros esos. Aunque cabe la sospecha de que lo soci al dependa de sus «peligros», como ciertas familias depende-n para aglutinarse periódicamente de los entierros y que, una vez desvanecido todo peligro del horizonte, lo social mismo desapareciese como un espejismo disipado por su propia armonía... Pero veamos qué es lo que amenaza a lo social. El catálogo es nutrido y mezcla categorías éticas con otras penales o más bien clínicas: son peligrosos los vagos, los desviados sexuales, los que abusan del alcohol o de cualquier droga transformadora de la personalidad, los enajenados mentales -quizá aquellos cuya mente es menos «ajena», más dolorosame nte propia-, los maleantes en general, aquellos que ya tienen un tropiezo a la espalda. Naturalmente, la ley no se presenta como puramente punitiva: su propósito expreso es rehabilitar a todos estos individuos peligrosos, pero para rehabilitar los debe lotalizarlos y aislarlos antes de qué puedan ejercer su acción antisocial. Lo social sabe cuáles son las amenazas que le acosan y les sale al paso, las ataja a ún antes de que lleguen a formularse como tales... Sabe dónde radica el peligro, porque sabe qué es lo debido para la marcha del todo social: así establece la se xualidad lícita, las drogas permitidas, las neurosis -o ideologías, tanto da- aconsejables, la laboriosidad obligatoria, el pasado del que uno debe enorgullecerse y el futuro al que puede aspirar. En una palabra, lo social decide qué es lo normal y se previene contra cualquier forma de anormalidad. En unos casos, cumple este objetivo por medio de una disposición penaL en otros -vejez, minusválidos, niños...- por una oclusión excluyente de la participacion comunitaria que margine -o asile- a los anormalas hasta que se eduquen, se curen, se reformen o mueran. Ahora bien, lo anormal, lo auténticámente anormal desde el punto de vista de lo social como todo, es el individuo. En efecto, aquella parte del individuo convenientemente normalizada, socializada, es lo no individual de lo individual, lo común o, por decirlo hegelianamente, lo universal. El individuo propiamente dicho,comienza en lo anormal, en su discrepancia de lo común, en su incapacidad de amoldarse a la ley universal. Por eso es el primer propósito de la ley -compartido, ¡ay!, por algunos de sus enemigos- el normalizar la anormalidad según categorías que subsuman también la,peculiaridad individual en lo genérico: y así se llega a ser homosexual, prostituta, ladrón o drogadicto como se es registrador de la propiedad o cabeza de familia. Hay que normalizar a toda costa lo individual -que en tanto irrépetible es patológico-, aun cuando se enfrenta uno a la ley, aún para reivindicar positivamente a los locos o los marginados. Así se cumple la más alta misión del poder, que consiste, según Augusto Comte, en «contener suficientemente y prevenir tanto como sea posible esa fatal disposición a la dispersión fundamental de los sentímientos y de los intereses, resultado inevitable del principio mismo del desarrollo humano y que, si pudiese seguir sin obstáculos su curso natural, acabaría inevitablemente por detener el progreso social».
Lo anormal amenaza nada menos que con detener el pro greso social. La «novedad» de la ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social -quizá menos residuo del oscuro pasado que anuncio de la futura legislación de las democracias autoritarias europeas-, es querer normalizar los residuos «individuales» que hasta ahora escapaban -ocultos en lo más privado o en, lo venidero a la universal ordenación. La protesta contra ella es también protesta contra el «progreso so cial» del positivismo comtiano; es protesta contra lo social como to do y por ello ha tenido eco tan escaso o tan equívoco entre los partidos políticos. Ir al fondo del asunto supondría reivindicar una ,individualidad no anormal y una comunidad no normalizadora, lo que la lógica vigente repele. Digámoslo de otro modo: comienza a pensarse activamente en una conducta individual que ni se vea determinada coactivamente por el todo social ni pretenda de terminar un todo social a su imagen y semejanza. Y aquí sí que radica un peligro que cierta idea de la ley y del poder pretende por todos los medíos conjurar.
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