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Modestia de la Constitución

A la vista de la declaración de los obispos sobre la Constitución, y a la de tantas otras declaraciones, orales o escritas, como se han producido, y se seguirán produciendo en la misma dirección, me siento tentado a preguntarme si los obispos y sus coadjutores tienen realmente fe; no fe como virtud teologal, de lo que no me es lícito juzgar, sino fe humana, confianza en sí mismos, como cristianos, y confianza en el cristianismo de nuestro país -que, un tanto precipitadamente, dan por mayoritario, quiza porque toman como indicador válido el "cristianismo sociológico" de los bautizados-, y fe-confianza en que el cristianismo no va a derrumbarse por efectos de una Constitución muy moderadamente laica. Y si, por el contrario, lo que sienten, es una tremenda inseguridad ante el futuro de la Iglesia.Inseguridad ante ese futuro, y ante tantos otros futuros, la sentimos muchos, claro. No sabemos -en el plano humano- lo que va a pasar. Nuestra diferencia fundamental con respecto a la jerarquía eclesiástica consiste en que muchos de nosotros no creernos en los conjuros legales del peligro. O, dicho de otro modo y personailzando: mi idea de la Constitución es bastante modesta y, en definitiva, no doy a tal documento legal demasiada importancia. Con que sirva para ordenar las formas de convivencia entre los españoles y, lo que es muy importante, no intenten fijarlas para siempre, paralizarlas; o, por emplear la más afortunada expresión de la declaración episcopal, con tal de que, la que se prepara, sea una «Constitución dinámica» y, en un sentido un poco diferente del técnico jurídico, «abierta», me daría por muy satisfecho.

Los obispos, no, Los obispos, deformados por su dogmática formación, creen, con fe legalista en la fuerza de la llamada -mal llamada- parte dogmática de la Constitución y, en estos tiempos de secularización, transfieren o prolongan su fe en los textos sagrados, a estos, otros textos constitucionales, en los que quisieran leer una traslación al orden temporal de su interpretación de la Biblia. Yo sospecho que los obispos y sus coadyuvantes son los últimos españoles que siguen pareciéndose a aquellos del siglo pasado que, como decía Galdós, andaban buscando la mejor de las Constituciones posibles y esperaban salvarse en ella y por ella. Estoy convencido de que la mayor parte de nuestros compatriotas no se han sentido capaces de leer el texto íntegro del borrador de la Constitución, pese al suave picante que ha venido a darle su «filtración». Y, por supuesto, a quienes lo hemos leído, no nos ha excitado particularmente. A los obispos, en cambio, sí.

Con todo, a cuantos rechazan, el punto de vista eclesiástico, el borrador de la constitución no debernos nivelarlos con el mísmo rasero. Hay los dogmáticos, a quienes acabo de referirme, los que fían en el poder de la promulgación legal -equivalente, en su plano, a la declaración dogmática- sobre la realidad. Pero hay también, en el otro lado, los que, apegados al viejo concepto (desde Jovellanos hasta Cánovas) de la Constitución como expresión escrita de la «estructura» -ahora más bien sociológica y presente, que histórica, es decir, pasada- de la sociedad, echan de menos en ella el reconocimiento del «hecho social» de la «existencia de la Iglesia», del «peso indudable del catolicismo» y, en suma, de esa «concepción cristiana del hombre y de la sociedad (que) ha supuesto y todavía supone, (el subrayado es, naturalmente, mío) un elemento importante».

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A éstos lo que les ocurre al sentirse defraudados por no encontrar en la Constitución algo así como una radiografía sociológica o sociografía de nuestra realidad nacional presente -o presuntamente presente-, es que no han asimilado el actual concepto, meramente instrumental, de Constitución. Una Constitución no se concibe hoy como «Constitución dogmática» y tampoco como «Constitución sociológica», sino, pura y simplemente, como una «Constitución política» (no como «Constitución tecnocrática», según escribió, a mi juicio por lapsus, o por el gusto de usar una palabra desacreditada durante la última o penúltima fase del franquismo, Olegario González de Cardedal).

Sin embargo, la posición de este teólogo distinguido y amigo estimado era, tal como la explicitó en su segundo artículo, más sutil y cercana a la sensibilidad actual que las anteriores. El título Frente a política y religión, ética y cultura es un lema que yo suscribo plenamente. Pero pedir a una Constitución que no sea política, es pedir que no sea, técnicamente hablando (no «tecnocráticamente»), una Constitución. Y pedir que sea «ética y cultural» es pedir peras al olmo. Por supuesto, que la «desertización ética»de la vida pública actual es una calamidad nacional de la que todos, y ante todos, el Gobierno, somos responsables. Pero es éste un mal que sólo la praxis ético-política de los ciudadanos, imponiéndose a los egoísmos propios y a las habilidades estratégicas de partidos y Gobierno, y de ninguna manera una imposible e inútil Constitución ético-cultural, puede remediar. Los valores políticos, es decir, los derechos y libertades fundamentales, tienen, de cierto, un lugar en la Constitución. Los demás valores, ajenos a la esfera de lo político, sólo pueden invocarse, dentro de ello, como vacía retórica o, en el mejor de los casos. como expresión de los píos deseos. Una Constitución no se elabora para eso, no es ésa su función. Señalaba antes el acierto de los obispos al demandar que la Constitución sea dinámica y haga viables «el avance progresivo en la construcción más justa de la sociedad» y «formas de convivencia más participativas y comunitarias». Justamente por eso Ignacio Sotelo ha podido encontrar «totálmente inadmisible» la actual redacción del artículo 33. Pero, ¿no advierten los obispos que, de acuerdo con ese dinamismo y por respeto a una ética ciertamente diferente de la suya y mía, pero que algún día podría ser mayoritaria en España, no puede intentar fijarse políticamente a nuestro país en una concepción que, según ellos confiesan, ya sólo «todavía» supone un elemento importante? En suma, todo parece indicar que la jerarquía eclesiástica fía demasiado, como instrumento de, digamos, evangelización, en los medios políticos y económicos, y demasiado poco en los medios espirituales. O, lo que es igual, fia en el Gobierno Suárez. Y, sin duda, cuando en junio pasado apostó por UCD frente a la genuina democracia cristiana, desde el punto de vista de los medios «carnales», como los llamó Maritain, acertó. No es, según adelanté entonces, que estuviera dispuesta a renunciar a la presión política a través de un partido que lo mismo da llamar de «confesio, nalidad» que de «inspiración» cristiana. Es que prefirió y sigue prefiriendo un partido cristiano de derecha -y ya lo tiene, unificado y con un líder que, por si cupiera alguna duda, se acaba de declarar «democristiano»- a otro de izquierda, por moderada que ésta fuese. Entonces se me replicó otra cosa, y hubo ingenuos que se lo creyeron. ¿Quedará todavía alguno que piense que el texto definitivo de la Constitución no va a quedar enteramente a gusto de los obispos? Y cuando esto ocurra, ¿podrá seguirse hablando de la primacía de la ética y la cultura sobre -entre comillas- «religión» y la -entre comillas también- «política»?

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