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Tribuna:
Tribuna
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Aquí, las provincias...

A mí siempre me pareció que las elaboraciones y decisiones del poder público les llegan a los madrileños, pese a su contigüidad, con cierto aire de atracción, como transferibles a un destino nacional que sólo muy alícuotamente les atañe. O sea, lo contrario de lo que les ocurre con lo municipal, que les coge más de lleno, como estableciendo la distancia, de concepto y de uso, que hay del ciudadano al vecino. Los políticos, casi todos forasteros, van y vienen, entre sus trapatiestas y quehaceres, con sus tesis vociferadas o sus intrigas de boca a oreja como partes del espectáculo capitalero que les divierte o les enfada; pero en cuyo protagonismo, aun el pasivo del mero espectador, no intervienen. Si a usted se le ocurriera proponerles una encuesta sobre pedir la dimisión del señor Suárez o del señor Arespacochaga, el resultado no sería dudoso. Si están enmarcados en alguna fracción o facción, celebrarán los goles o deplorarán los fallos de sus respectivos equipos e insultarán denodadamente al árbitro. Y si no le tiran almohadillas o botellas será porque, para el caso, el árbitro vendría a ser Su Majestad el Rey, decisión improbable porque don Juan Carlos, además de Rey, lo está haciendo muy bien y cuenta con las generales simpatías, incluidas las de los republicanos de siempre, como el abajo firmante y muchos de sus senadores. Mas todo esto le ocurre al vecino de Madrid desde las tribunas, de donde puede irse o quedarse, alborotar o estarse callado.En cambio en las provincias, y más en las de tercera, somos todos protagonistas, de grado o por fuerza; por intervención o por inevitable presencia de quienes nos siguen reventando sólo con verlos pasar, si bien la reacción sea in pectore porque todavía no se nos fue el miedo acumulado. Por ejemplo: «¿Cuándo nos librarán de este cabrito?» (sólo que pensado en aumentativo). O también: «¿Cuándo relevarán a este pelina?» (y, por lo bajo, «cínico, «burro» y/o «ladrón»). El armatoste político-administrativo nos funciona aquí a horarios previsibles, en lugares reiterados, con nombres, apellidos y apodos personales o de familia, y otros merecidamente obtenidos en el interminable desempeño de cargos o mandos oficiales, paraoficiales o de enchufes colaterales.

Durante el estilo imperio y sus largos derrames, el apodo más usado, además de fascista, era el de «pesetero». Cuando empezó a bullir eso de la Reforma, se les aplicó, en gallego, el de «virachaquetas» por parte del estamento plebeyo. Y más a lo fino, «cara», «farsantón» y «converso». Y en lenguaje neojurídico, «autoindultado» o «preamnistiado». En medio de esta ramazón queda vigente el de pesetero, más generalizador y comprensible para el vulgo, que no entiende de circunloquios.

Desde el punto de vista de las forzadas relaciones convencionales, aquí no hubo reforma ni rabos de gaita. Ni mucho menos «revolución», como la apellida un insistente periodista y, según él, dramaturgo, que le llama revolución al haberse quedado sin su puesto de arconte o archimandrita del periodismo orgánico, tantos años plantado en medio del mapa, vestido de chanteclair, como bastonero exclusivo del baile de tranca, y de trancas, del régimen presuntamente abolido.

Aquí, en las provincias, seguimos tutelados (el tutelaje como deformación profesional adquirida en las décadas del «ordeno y mando») por los mismos gobernadores, alcaldes, concejales, funcionarios de mayor y menor cuantía: desde los jefes represivos hasta los guardias municipales, que son los que pescan en ruín barca; desde los presidentes de Diputación y sus acólitos del amén, y los directores perpetuos de las cajas de ahorro y bancos locales, a los figurones digitados de las cooperativas, hermandades y esas cosas. Y todo ello invadido por el magma y pleamar de los viejos y nuevos caciques, puestos fulminantemente de acuerdo para la aplicación de una combinada metodología «democrática» basada en el aprovechamiento y reelaboración de residuos. En Galicia el caciquismo, por su capacidad de inventiva y adaptación, es una de las más egregias y perennes manifestaciones de la raza. Desde el arzobispo Gelmirez (siglo XII), a quien Sánchez Albornoz llamó «la Vulpeja» hasta el malogrado Generalísimo, que según sus cálculos bien atados iba a llegar hasta bien mediado el XXI, en Galicia el caciquismo, más que política, es antropología, al parecer congénita. Desde que lo vimos maniobrar en las últimas elecciones, los gallegos respiramos tranquilos; seguiremos contribuyendo a continuar la historia de España. Por lo que se ve no nos faltan hombres de repuesto.

Pues sí, señor. Ahí siguen todos, en las mismas sillas curiles, en los mismos Seats charolados, en las mismas ventanillas, en las mismas recepciones y procesiones; dándonos de bruces con ellos en las calles y recintos, en toda ocasión de exhibicionismo y «principio de autoridad», con el buche lleno de reprimidos «¡Presente!» y «¡Arriba España!», y la mano impaciente por alzarse, y aun alzándose involuntariamente, movida por el tic de la rutina... Sí, los mismos señores con los mismos collares, aunque luciendo sonrisa mansurrona de abrazo de Vergara, sólo que condicionado y provisional, con vistas a reconversiones futuras. Lo único que hubo de vistoso en la Reforma fue el arrancar de la fachada de Sindicatos las amenas flechas con sus yugos, que abarcaban tres pisos, pero como la operación fue a horas laborales y sin previo anuncio, no hubo lugar para el popular regocijo, y aún se dice que fueron guardadas como oro en paño para no tener que hacerlas de nuevo.

¿Y con todo este aparato insepulto van a hacerse las elecciones municipales? Añádase la reciente asamblea de alcaldes y ex alcaldes (franquistas, claro, pues no hay otros) «para aprovechar las experiencias ( ... ) y estrechar las relaciones entre sus miembros y materializar la información necesaria para los fines que se pretenden ». Y sin menospreciar la reunión de gobernadores, convocada por el ministro del ramo, tan semejante a la que precedió a las elecciones generales, se tendrá el cuadro completo de la objetividad del Gobierno, con pacto o sin él.

A muchísimos provincianos, y más ahora que ya íbamos recobrando la respiración, todo eso nos amuela en grado sumo, patrióticamente hablando. Aquí ya hemos asistido a un ensayo general de estos planteamientos y maniobras por parte de muchos que hoy se sientan en los escaños de la democracia y en sus ministerios; pura «técnica» y picaresca de los viejos partidos turnantes que será, finalmente, a donde nos llevarán los pactos. En medio del fragor y el entusiasmo juvenil de las docenas de siglas nos llegaron de Madrid unos pocos caballeros sigilosos, la semana anterior a los comicios. Llegaron uno a uno. Se instalaron en el mejor hotel. Nada de rebumbios ni pancartas. Enseguida «contactaron» con los elementos residuales o neoconversos de la ciudad. Clasificados éstos, se fueron luego por las villas y aldeas. Juntaron las cabezas en conciliábulos secretísimos, en tomo al lacón y a las centollas, con Ribeiro escogido de las mejores cosechas caciquiles, y «queimada» final y ritual con himno gallego al fondo, desafinado, en sordina. En la parte teórica, nada de mítines vocingleros ni de pancartas flameantes. El suministro doctrinal, magro e intelectualmente clasista, se redujo a una conferencia en el Ateneo con coloquio, si no prohibido, asépticamente taponado por el disertante principal con estas palabras del exordio: «Esto no es un mitin, sino una conferencia académica», o algo así. A la del jefe siguió otra del segundo sobre temas universitarios, que no eran del caso, pero que siempre otorgan un aquel de prestigio ante las al mas ingenuas. El terreno para estas operaciones del sigilo se lo había despejado el señor Fraga, involuntariamente, claro, con sus descualificantes arrebatos. Su sigla contaba, me consta, con muchísimos seguidores en este obispado y provincia. Se presentó en el Pabellón de Deportes en olor, mal olor, de muchedumbre, entre trenos propios y porras coadyuvantes. Todo este tinglado fascistas, si no de entraña, de gesticulación y desplante, hizo que sus seguidores se asustasen ante la imagen de un centro tan descentrado. Era previsible. El público, quizá el más numeroso y compacto de los que allí se juntaron en toda la campaña, era de acarreo rural, como se vio en la tipología y en los autobuses y camiones contratados. Y lo rural que en Galicia es decisorio, es, al mismo tiempo, espantadizo. Sin la tronitonancia y sin las porras, don Manuel hubiese ganado. Ganaron, en cambio, los sigilosos, los de la «acción directa», maniobrando sobre el gran cuerpo cazurro del caciquismo indígena... Partieron el día siguiente hacia Madrid, su verdadera heredad política, mucho más cultivada que las de sus villas y aldeas nativas, de donde salieron en su mocedad a la conquista de los «número uno» de las oposiciones, que eran el venero y camino de atajo donde hallaba sus ministros el gran dictador (q.e.p.d.).

Todo ello exactamente igual, salvo pequeños matices indumentarios y ceremoniales, a lo que he visto hacer a los partidos turnantes en éste mismo lugar y en mi primera mocedad, que cae por los años veinte. Las diferencias son éstas: cuando llegaba el señor conde de Bugallal se apeaba del expreso con paletó de tweed gris, gorra escocesa a cuadros y botinas de elástico; mas en la primera reunión ya aparecía de levita, chistera, zapatos de charol, guantes de cabritilla y corbata de plastrón. Como venía de tren a tren había que andar aprisa. Inmediatamente recibía a las autoridades y fuerzas vivas. Si gobernaba la otra turnación, o sea los liberales, la visita era de pie y sin convite. Si eran los conservadores, sentados y con rondas de pastelillos y vino de Málaga. Si los conservadores «eran» Poder, a la noche la banda municipal le echaba una serenata bajo los balcones del Hotel de Roma, donde don Gabino impartía instrucciones, repartía cargos y ofrecía una cena de seis platos, tres postres y champán francés, que hacía estonudar a los caciques noveles, pues los comensales eran casi todos aldeanos o villegos, como de mayor capacidad e impunidad de maniobra electoral.

También hubo en estas elecciones cenas y caciques, como ya dije, pero la banda no funcionó a causa del sigilo sacramental con que llevaron sus «movimientos de masas» los personeros del centro-derecha a demócratas, bajo palabra de honor. Fue una lástima, con lo grato que resultaba escuchar el preludio de «El rey que rabió», «Los sitios de Zaragoza» o el brioso pasodoble de «Las bribonas». Otra vez será. Probablemente en las próximas elecciones municipales, como parte de la recuperación de los buenos usos turnantes entre el futuro Partido Liberal Conservador y el Partido Conservador Liberal. Que así sea, en bien de la reconciliación nacional.

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