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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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¿Quiénes dan un paso atrás?

Según el editorial de EL PAIS publicado el martes pasado, es el cardenal Tarancón el que ha dado «un paso atrás» con el planteamiento que ha hecho del reconocimiento de la libertad institucional de la Iglesia en el próximo ordenamiento civil o constitucional. La acusación es grave, y quiero aprovechar la hospitalidad que me brinda la dirección de este periódico para informar a sus lectores de cuál es el verdadero estado de la cuestión.Ya de entrada tropiezo con una dificultad. Los lectores de EL PAIS no han tenido acceso, en estas páginas, al texto que fue interpretado y juzgado tan severamente en dicho editorial. No soy periodista, y líbreme Dios de juzgar a profesionales del periodismo. Pero se me hace muy difícil entender qué puntos de referencia puede tener el lector para juzgar la interpretación de un discurso sobre el que apenas se les ha informado. Opinar sin informar, al margen de cualquier calificación ética, está más cerca del paso atrás que del paso hacia adelante.

Por si fuera poco, las únicas palabras que entrecomillan los editorialistas como dichas «literalmente» por el cardenal no figuran en su discurso. ¿Habrán utilizado algún resumen de prensa desafortunado? Sin embargo, reflejan parcialmente una de sus ideas y nos sirven de base para este diálogo. «El arrumbamiento de la confesionalidad no puede identificarse con el separacionismo a ultranza.» Pues bien, si ésta hubiera sido una afirmación del presidente ante la Asamblea Episcopal, ¿se puede concluir, a renglón seguido, como hace EL PAIS, que es deseo de monseñor Tarancón, «que la Constitución no establezca la separación entre Iglesia y Estado»? Puestos a descubrir fantasmas y «sutilezas», como en una caza de brujas, los periodistas no llegan a distinguir el «separacionismo a ultranza» y la simple "separación". Algo así como si fuera otra sutileza episcopal la distinción entre «laico» o «laicidad» y «laicismo». Si donde los obispos escriben «separación», los editorialistas leen «separacionismo», fácil es de ver la empanada mental que padecen. Pero el maniqueo, no se lo han inventado los obispos, sino aquellos que parecen empeñarse en negar la evolución de la historia y desconocer sistemáticamente el pensamiento actual de la Iglesia.

Va a cumplirse el cuarto aniversario, dos años antes de la muerte del general Franco, de la publicación de un documento episcopal en el que los obispos españoles ofrecieron claramente la fórmula de separación sin separacionismo. Y en aquellos tiempos no era tan fácil rectificar la confesionalidad del Estado español, ni mucho menos prever que a tan corto plazo nos tendríamos que enfrentar con la tarea de una nueva Constitución. El cardenal, que intenta, con su discurso, «disipar ciertos equívocos que, según parece, han podido producirse en algunos sectores y en la misma opinión pública, al no interpretar cabalmente nuestras mismas declaraciones», recoge en su intervención aquel texto episcopal de enero de 1973: «La mutua independencia y la sana colaboración en el común servicio de los hombres.» Se afirma la "separación" en la independencia y se rechaza el «separacionismo» con la ineludible «colaboración en el común servicio de los hambres». ¿Puede un periódico que se autocalifica independiente oponer su independencia de los partidos políticos y aun del Gobierno a la sana colaboración con los poderes públicos, en favor de la sociedad a la que sirve? Buscar dilemas inexistentes, descubrir incoherencias no justificadas, equivale a preferir el terreno de la lucha maniquea o, lo que es lo mismo, a dar pasos atrás con el procedimiento conocido de los antiguos planteamientos para que no se resuelvan los problemas.

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De lo que se trata ahora verdaderamente es de superar aquel dilema doloroso y aun trágico de nuestra historia entre la «fórmula de la unión» y el «separacionismo». Gran parte de las dificultades y de los ataques que se lanzan contra documentos o actuaciones de los obispos españoles, desde sectores de diverso signo, acontecen porque no hemos superado el dilema típico español de estar incondicionalmente con la Iglesia o de espaldas a ella. Cuando se analizan las propuestas y aun las actitudes, generalmente de sectores progresistas, que quieren romper con el Estado confesional y con la situación pasada de excesiva identificación de la Iglesia con el poder político, es fácil adivinar el deseo de llegar a utópicos distanciamientos o de mutua y absoluta ignorancia, como si se pudieran crear mundos distintos, o como si la frontera, que ellos quisieran infranqueable, no pasara también por el corazón de cada cristiano, que es a la vez ciudadano. Y, al contrario, los que huyen de esa separación, movidos por la nostalgia, defienden de tal manera la colaboración, que ponen en trance a la Iglesia de ligarse al poder, o, lo que es peor, de utilizarlo. Por esta razón, el cardenal Tarancón trata en su discurso último de puntualizar y de, progresar en el pensamiento de la independencia o separación y de la colaboración cuando dice: «Ciertamente no existe ninguna razón que justifique una intervención del Estado en la vida interna de la Iglesia; ni, por el contrario, la hay para que la Iglesia intervenga directamente en la política del Estado...» Porque la Iglesia y el Estado, como ha dicho el Concilio, están, aunque por diverso título, al servicio de la vocación personal y social del hombre. La colaboración entre ambas potestades no es en orden a que la Iglesia y el Estado se beneficien y fortalezcan mutuamente; son el hombre y la sociedad quienes deben beneficiarse, tanto de la actividad de la Iglesia como de la del Estado. Y la sociedad no recibirá ningún beneficio de una Iglesia mediatizada por el poder político, o carente de plena libertad para organizarse o para proclamar su mensaje evangélico. Como tampoco lo obtendrá de una Iglesia temporalizada, que intentase utilizar el poder político en beneficio propio, admitiendo cualquier tipo de coacción para imponerse.»

Fácil es de ver ya quién mira hacia atrás o quién intenta plantarse en situaciones históricas que la realidad actual ya ha superado: los nostálgicos de la unión o confesionalidad y los del «separacionismo a ultranza», que no se han molestado en analizar los nuevos planteamientos. Comprendo que estos señores pueden tener serias razones para defender su postura. Pero no puedo admitir que se tache de «un paso atrás» al noble intento de los obispos de inventar fórmulas nuevas para las relaciones entre la Iglesia y el Estado que superen las viejas antítesis y discordias. Los cristianos españoles tienen derecho a exigir de la Iglesia que sea más evangélica, célibe del poder político, porque ése es el camino de su propia libertad. Y los ciudadanos todos, especialmente los no católicos, tienen derecho a exigir del Estado que en ningún momento, ni baja ninguna fórmula sutil de coacción civil, se les impongan las creencias ni sean discriminados.

Rechazo también como injustas las atribuciones que hace el referido editorial de EL PAIS al cardenal Tarancón y a los obispos españoles de «presiones contra una eventual legislación del divorcio». Los que tal afirman parecen desconocer el documento sobre el matrimonio que publicaron los obispos hace tan sólo unos meses. El mismo arzobispo de Madrid declaraba hace unos días ante las cámaras de Radiotelevisión Española, muy claramente, que el ordenamiento civil era competencia exclusiva del Estado, y que la ley civil no tenía por qué penalizar determinados pecados. Se refería expresamente a la posible ley del Divorcio y a la despenalización del adulterio. Hablar de «presiones» por parte de los obispos, para coartar la libertad legisladora del Estado, es dejarse llevar de la imaginación.

No es dificil descubrir un impulso que lleva, aun en sectores internos de la misma Iglesia, a una forma de privatización de la fe, para encrrHarla en el claustro de las conciencias. Coinciden también aquí fuerzas de signo opuesto, tanto las rutinarias de una tradición mal entendida como las progresistas recalcitrantes contra toda actuación institucional, para cercenar derechos y no privilegios, por el hecho de haber estado confundidos quizá con ciertas formas de poder político. Se intenta así cómo liberarse de una especie de peligrosidad pública que ven en la Iglesia como organización. Alguien ha repro chado al episcopado español su repulsa a someterse a lo que ellos entienden por «derecho común». Lo que la Iglesia desea y pide a la nueva Constitución es precisamente lo contrario: que sea reconocida su libertad religiosa y elevada a la categoría de «derecho común», según su particular especificidad y dentro de la convivencia civil de todos los ciudadanos, sin que esto suponga discriminación para las otras canfesiones religiosas, ni para los derechos de los no creyentes.

Soy consciente de que en el fondo de todas estas dificultades late el gran vacío de la información, del que es culpable también la Iglesia. Pero, más que nada, echo de menos el debate público serio y objetivo sobre la libertad religiosa en el plano ético y jurídico de los derechos fundamentales de los individuos y de las colectividades de una sociedad como la nuestra que está estrenando democracia. Tarancón dedicó en su discurso dos páginas a este tema que no ha merecido la atención de EL PAIS. Queda mucho por hablar y discutir, para entender lo que quiere la Iglesia cuando afirma, como decía el cardenal Tarancón, que «no es concebible la libertad substantiva y real del cristiano sin un ordenamiento justo y objetivo de las relaciones entre la Iglesia y el Estado».

Para entrar en ese diálogo será necesario que todos orientemos nuestros pasos hacia adelante y nos abstengamos de juzgar el sentido de la marcha de los otros por pura referencia a nuestra. particular andadura. Porque, caramba, a nadie le hace gracia que le llamen cangrejo.

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