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Tribuna
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La palabra mágica

Dentro del pensamiento mágico, la palabra tiene una importancia fundamental. Para el mago, para el hechicero o el que cree en los poderes y saberes de estos dos personajes, la palabra es tan necesaria como para el filósofo, el científico o el poeta. Mas el que lleva adelante un acto mágico utilizándola, al que más se parece es al último. No en balde los latinos poseían la voz «carmina» con el significado de poemas y de palabras mágicas, más o menos coherentes. Pero mientras que el poeta pretende provocar sensaciones placenteras o terribles y luego la admiración, el mago o la maga procuran obtener un resultado interesado y más positivo. El hombre quiere que se le rinda la mujer con conjuros e imprecaciones dichos en circunstancias especiales. La jovencita desea con ardor que la haga caso un galán que no siente atracción por ella. La vieja piensa en el amor de un pisaverde, y así sucesivamente. Poetas famosos, como Teócrito y Horacio, describieron los actos-mágicos de mujeres apasionadas y frustradas en sus deseos amorosos, y los archivos de la Inquisición están bastante llenos de procesos contra hombres y mujeres que ponían la magia al servicio de sus apetitos. La magia amatoria, con la voluntad y la emoción como sustentos, es algo de monotonía un poco aburrida. Ha habido otras gentes que, al parecer, procuraron hacer el mal por el mal, cosa difícil de explicarse, y otras, en fin, que pretendieron que el mal cayera sobre el vecino y el bien sobre ellos, utilizando la magia, asimismo.A veces, los que piensan en esto no solo recurren al conjuro, sino también a oraciones y plegarias. De los naturales de cierto pueblecito de la Rioja se contaba en otro tiempo que en unas piadosas rogativas, cantaron con fervor: « ¡Permitan el Dios del cielo / y la Virgen Soberana,! que se hunda Peña Vigenza/ y mate a los de la Llana!»

Piedad cristiana que aún tienen muchos católicos más bien «profesionales» que «confesionales». ¿Pero es sólo entre gente antigua o popular donde se puede encontrar la expresión verbal del pensamiento mágico? Yo creo que no. Creo que la magia, destarrada oficialmente de este mundo laicificado (aunque acaso no tanto como la religión misma), aparece en él, de modos subrepticios, vestida con ropajes que procuran disimular su vejez, con coloretes y afeites, peluca y otros aditamentos que le dan, a fa par, cierto aire juvenil y doctoral. La magia se ha secularizado y se ha hecho científica. Sigue dando al hombre la ilusión de que posee saberes que está lejos de poseer y encubre, con palabras aparatosas, la impotencia de satisfacer deseos: malos deseos muchas veces. A cada instante empleamos palabras cultas, culteranas o de cultilatiniparia para encubrir nuestra ignorancia. Pero la palabra nos da aire taumatúrgico, superior. Hace algún tiempo me contaron que llegó a cierta villa agrícola uno de estos picos de oro que cada vez abundan menos y que era, además, hombre con pretensiones de científico, a dar una conferencia sobre las relaciones del espíritu y la materia, a la luz de no sé qué averiguaciones nuevas. Al cabo de algún tiempo, viendo que el público no entendía mucho, hizo la advertencia doctoral de que «cuando hablaba de lo psíquico se refería al alma, y que cuando hablaba de lo somático se refería al cuerpo».

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Al terminar la aclaración, de un lugar oscuro de la sala salió una voz bronca de campesino que, aliviada, dijo esto, textualmente: « ¡Jodo! ¡Para ese viaje no necesitábamos alforja !» Virtud mágica de las palabras del taumaturgo, destruida al ser conocido el valor de las mismas por el interruptor. Pero más que a semejantes empleos preciosistas de vocablos querría referirme ahora a la jerga de personas politizadas que, con una palabra o dos, piensan poder aplastar al vecino, como querían los riojanos de la rogativa. Hay, así, palabras imprecatorias, otras execratorias, otras conminativas, otras destructivas. Todas cargadas por la voluntad de fastidiar o hundir a alguien: pero, como las del mago o hechicero en funciones, no van más allá de la voluntad del que las pronuncia.

He aquí que alguien dice una ironía o una «boutade», como, por ejemplo, la que dijo mi tio Pío en una conferencia, el año 1918, haciendo votos para que se fundara la «República del Bidasoa, sin moscas, sin frailes ni carabineros», programa que -por cierto- en dos partes se va cumpliendo, porque la gasolina va acabando con los animales de Belcebú y los pobres frailes (para mí, los más simpáticos de los tres elementos) están de capa caída; hasta en la montaña de Navarra donde, cuando era chico, se oía afirmar que para ser feliz en el nobilísimo valle de Baztán no había más alternativa que la de ser ternera o fraile capuchino.

Los carabineros más bien aumentan y la República se esfuma. Pero dejemos la «boutade». Oigamos la reacción moderna ante ella de un joven revolucionario, de los de verdad, de los que preparan oposiciones mayestáticas a cargos bien pagados: «Eso -dice con sonrisa irónica- es una, ligera expansión «pequeño-burguesa». ¡Ya se hundió para siempre el autor de la «boutade»! ¡Ya apareció la palabra eficaz, mágica y científica a la par, desinfcctada! «Pequeño burgués». Si es usted «pequeño burgués», ya está perdido, en el ánimo del mago-científico, claro es. Porque el observador no sabe bien qué es eso en la vida española actual, ni siquiera en la de la europea de hace más de un siglo, cuando Turguenieff trazaba la silueta de Herr Kluber. ¿Eran pequeños burgueses Cervantes, don Leandro Fernández de Moratin, Larra, Galdós o don Federico Chueca? Acaso, pero un abogadito actual no es «pequeño burgués» si pertenece a determinados partidos y cenáculos. Sí, si pertenece a otros.

Al otro lado del ruedo aún se usan más las palabras mágicas. Unas son execratorias, como las de «anti-España». Otras, son imperativas: como las de «voluntad de imperio».. Otras afirmativas. Aunque V. sea un poco cerrado de barba y de mollera, como decía Quevedo, puede pretender ser «portador de valores universales y eternos». Yo conozco a un natural de Tomelloso que cree que los porta, y por eso piensa también que es un mago de la política de primera clase, en el que tenemos que depositar toda nuestras fe y esperanza. La caridad no le hace falta, porque por buenos cuartos alquila unos cotos de caza, aún tiene unos majuelos y una harinera, bajo la advocación de un santo. ¡Palabras, palabras, palabras! Parece que Hamlet no creía en ellas: por eso estaba tan lejos del pensamiento mágico, que lo resuelve casi todo, a base de las mismas. El no resolvía nada. La cuestión, hoy como ayer, es ejercer nuestra voluntad mediante la «magia de la palabra». No pensemos ahora en cosas malas, como puede ser el que nos guste la mujer del vecino o que a los sesenta años queramos que nos haga caso una niña de quince a veinte. Practiquemos la magia social, que también la hay, contra la opinión de algunos antropólogos que elaboraron una teoría individualista de la misma. Pasamos malas coyunturas. No tenemos un real, la inflación y otros males nos aquejan. ¿Qué hacer? Usar de un vocablo. «Estabilización». Llamemos a los hechiceros de la tribu para que hagan los conjuros más eficaces con objeto de apartar el mal. Ya hemos estabilizado. Ya estamos tranquilos. Es el año 1960. Pero 17 años después nos damos cuenta que los conjurillos, imprecaciones, invocaciones, etcétera, no sirven. Hay que realizar otros nuevos, con nuevas o distintas palabras. «Austeridad», por ejemplo. La palabra mágica se pronuncia en un solemne conjuro por el mago mayor. Lo, que no se ve es a qué acto real corresponde. No importa. Tampoco la Celestina obtuvo mayores resultados al concertar los amores de Calixto y Melibea, y no por eso dejó de ser una gran hechicera, que sabía conjuros clásicos. Mientras tengamos palabras, todo está arreglado. Hamlet era un pobre hombre que sabía mucho menos que don Federico Nietzsche y don Miguel de Unamuno. Dos magos del verbo, pero más importantes, sin duda, que nuestros hechiceros del día.

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