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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La cultura viva

Veíamos en el último artículo que la cultura viva tiene que abrirse su propia vía entre la cultura burocrático-establecida y la cultura comercializada. Y también que no puede, ni debe, renunciar a la dimensión ritual. «Nuevos ritos, nuevos mitos» es un título que apunta bien a las apetencias culturales de la juventud. Si bien se mira, todas las obras artísticas. contemporáneas realmente originales han introducido un nuevo ceremonial y una nueva mitológica. E incluso la nueva reflexión religiosa -que, conjuntamente, proseguíamos Alfredo Fierro y yo, hace unas tardes, dentro del ya viejo rito conferencial, levemente renovado por nosotros en aquella ocasión- se desvía de la anterior ceremonia bultmaniana de la «desmitologización», para volver a un mítico politeísmo de lo sagrado pluralizado en dioses, ángeles y demonios, númenes (10 «numinoso») y cristos. Pues todos y cada uno de nosotros vivimos en un espacio físico, ciertamente, pero también en un espacio mítico, en un espacio poético (que, claro está, sólo los poetas habitan de modo casi permanente), y de un espacio místico (vacío e inocupable), los cuales tres están, pese a ciertas apariencias, bastante próximos entre sí.La cultura viva se distingue de la cultura establecida en que, para empezar, crea, inventa su propio espacio, su propio «escenario». Tan pronto como -para seguir ejemplificando con un género, como ya he dicho, más bien mortecino- un conferenciante rompe, como hacía Ramón Gómez de la Serna, con las convenciones conferenciales y las reemplaza por un rito nuevo, empieza a moverse en el plano de la cultura viva. Si, continuando por esa vía, lo que dice responde, en su novedad, a ese cómo lo dice, la cultura viva es plantada en medio de la sala, o del escenario, o incluso del salón de sesiones. La cultura viva, por otra parte, multiplica -frente al burocrático centralismo- los escenarios, las salas y los salones. (Entre paréntesis, una pregunta: ¿se puede hacer cultura realmente viva en una «sala», en un «salón» y, para colmo, en un «salón de sesiones»?) La cultura viva no es ya la del teatro -no es una casualidad esa crisis del teatro, de la que ahora se habla-, sino la del teatrillo improvisado, la del teatro de la calle, la del teatro que se hace y se deshace, viene y se va, la del teatro abierto. Teatro abierto, «escuela abierta», sin muros, sociedad abierta, cultura a la intemperie, expuesta a todos los vientos, lanzada a todas las desviaciones y violaciones, a todas las transgresiones e infracciones. Cultura no-conformista cuyo espacio, por mítico, poético y místico, es utópico o, lo que es igual, carece de topos o lugar acotado (por la burocracia cultural o por la industria de la cultura), no se encuentra en ninguna parte -academia, universidad, institución del tipo que sea-, y puede surgir en cualquier parte, incluso, milagrosamente, en las instituciones, academias o universidades.

La cultura viva es, por otro la,do, una tarea comunitaria, de muchas pequeñas comunidades dotadas de fuerza expansiva. Comunitaria en el espacio, desde luego, mas, advirtámoslo, comunitaria en el tiempo también. La cultura viva no parte de cero, vuelve sus ojos al pasado, a la herencia cultural que, sin embargo, no es aceptada pedisecuamente, sino releída y reinterpretada. La cultura viva tiene que mantenerse en relación dialéctica -a veces, pura y simplemente contradictoria- con la cultura establecida de la cual, aun cuando sólo sea para impugnarla, depende, de modo semejante a como las herejías dependen de la iglesia, los desviacionismos, del partido, y el anarquismo, hoy por hoy, de un marxismo él mismo. heterodoxo. (Y no hace falta agregar que en esa relación dialéctica, el elemento innovador está en las herejías, en los desviacionismos, en el anarquismo.) Por otra parte, la expresión «herencia cultural» es engañosa, porque su verdadero carácter es plural y, de ninguna manera monolítico, como tienden a hacer pensar los grandes simplificadores de un conservadurismo que, por centralizarlo, burocratizarlo y unificarlo todo, incluso burocratiza, centraliza y unifica el pasado, del que suprime toda vida, toda tensión, toda contradicción. Así, por ejemplo, herencia cultural española es no sólo la un día triunfante, sino también la sofocada, la impedida de expandirse, la reprimida, la matada apenas nacida.

Pero, ¿se puede «matar» una cultura? Las culturas no son mortales, como hace unos decenios se dijo. Son sus mandarines quienes las disecan y desecan, las esterilizan, las convierten en escolásticas, en academicismo. Una cultura viva se diferencia de la cultura establecida en que en aquella nadie puede «establecerse», bajo la ilusión de haber «llegado». La cultura viva sabe que no tiene una estación terminal. Está siempre en evolución, siempre salvo en los en que ésta es rota por una revolución cultural. Es un deber moral proseguir esa evolución y, cuando llegue, tomar parte en la revolución. Por desgracia, muchos, a cierta edad, se paran o,,., o, asustados, desertan. Quienes, más animosos y. siempre disponibles, siguen adelante, no por eso pierden la relación con el pasado cultural. Si la cultura -la cultura española en nuestro caso concreto- no ha de tornarse incoherente, mantendrá a toda costa esa relación creadora con su pasado -o, mejor dicho, con sus pasados-, aunque, a la vez, cuestionándolo, contestándolo e impidiendo que, para ella, se convierta en un pasado estancado, libresco, muerto, de una vez por todas «establecido».

¿Qué papel puede representar, en relación con una concepción como ésta de la cultura, un Ministerio de Cultura.? A primera vista -y casi a segunda también-, se diría que ninguno. Es tema, sin embargo, que merece un artículo aparte.

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