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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Una cultura creadora

Hay perplejidad respecto a la cultura española de nuestro tiempo, es decir, lo que empezó a surgir como innovación hace cosa de ochenta años. Se ha «opinado» tanto sobre ella, ha sido materia de discusión hasta tal punto, se la ha negado tantas veces, se ha tratado de destruirla con tan varias finalidades, se la ha confundido tanto, que no es extraña la falta de claridad. No se olvide que se ha usado contra ella, sobre todo, el arma del silencio, más peligroso aún cuando es parcial, porque perturba la configuración y altera las formas de relieve.Ciertamente ha sido y es una cultura problemática, amenazada, insegura, desigual, y, sobre todo, incompleta. Le ha faltado la base estable, institucional, en que descansan otras culturas, que facilita su transmisión y su penetración social; y que, por otra parte, puede atenuar su vitalidad y su interés, su estado de alerta. La española ha tenido que «ganarse el pan» día tras día, en medio del desvío, la indiferencia, la hostilidad o, con frecuencia, la persecución. Ha vivido a la intemperie, con precarios cobijos provisionales y siempre poco duraderos, con un destino de peregrinación externa o interna.

Su rasgo más característico, sin embargo, no es ninguno de éstos: la cultura española desde fines del siglo pasado, desde que entró en escena la generación del 98, ha sido sobre todo creadora. Tal vez no ha madurado y consolidado sus innovaciones; rara vez les ha dado difusión y arraigo suficientes; no ha solido «completar» sus esquemas, redondearlos en formas plenas y logradas; por supuesto, rarísima vez ha tenido prestigio social, sus representantes pocas veces han sentido el respeto de la sociedad en que vivían o viven, menos aún el aliento y el poyo, y no digamos de las instituciones oficiales. En todos estos aspectos, la cultura española de nuestro siglo no puede compararse con la de los cuatro o cinco grandes países que han realizado el torso de las ideas y formas literarias y artísticas de esta época. Pero en su dimensión estrictamente creadora, nuestra cultura puede compararse con cualquiera, y en algunos sentidos resulta, inesperadamente, incomparable.

Esto se ha reconocido fácilmente en los artistas plásticos o en los músicos: Picasso, Juan Gris, Solana, Falla...Menos en los escritores. No sólo -no primariamente- porque a aquéllos no hay que traducirlos, sino sobre todo porque no «dicen» nada, porque sus obras no se componen de enunciados de los cuales quepa decir si son o no verdad. En cuanto a los escritores -Pensadores, novelistas, poetas, dramaturgos-, de vez en cuando resulta evidente la genialidad creadora de uno u otro, casi siempre por algún azar, por la significación política que se adscribe a su vida o a su muerte -Unamuno en tiempo de la Dictadura de Primo de Rivera, Lorca, Machado-, por una distinción prestigiosa y exterior -Juan Ramón Jiménez, ahora Vicente Aleixandre-, por una revisión en un contexto nuevo y favorable -Valle-Inclán cuando llega a los escenarios verdaderamente públicos-. Pero entonces se los toma como «excepciones» y no se sacan las consecuencias oportunas.

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A veces se produce un estrechamiento inconcebible de las figuras. Parece que Unamuno no hizo más que contestar adecuadamente a Millán Astray en Salamanca, un par de meses antes de su muerte; o que Antonio,Machado se reduce a media docena de poemas secundarios y no muy significativos y a su noble actitud -convenientemente simplificada- durante la guerra civil y a su muerte en el triste y digno éxodo de 1939-, o que Lorca mereció la fama por haber sido asesinado. Se tiene la impresión de que estos hombres interesan en la medida en que «sirven» para algo, en que pueden ser utilizados, como, desde otros supuestos, ocurrió con Menéndez Pelayo.

Recuerdo haberme pasado cerca de veinte años defendiendo el altísimo valor de Valle-Inclán, su genialidad asombrosa, cuando los actualistas de los años cuarenta y cincuenta -hoy olvidados de todos- lo consideraban irremediablemente «pasado», bueno para otros tiempos. Azorín del cual un libro de texto decía al final de la guerra que «podía decirse que era comunista:», es hoy «reaccionario» para los que no han llegado siquiera a lo que fue su innovacion a principios de siglo. Los ejemplares de Platero y yo que tenían en 1936 las Inspecciones de Primera. Enseñanza, como premio escolar, fueron condenados al fuego por órdenes oficiales en la zona «nacional» (conservo un ejemplar salvado de la hoguera por inspectores civilizados, que conmutaron la sentencia por el depósito de los libros en lo alto de un armario, en espera de tiempos mejores). Unamuno fue execrado por obispos, revistas eclesiásticas, políticos triunfantes y no pocos vascos de varios colores. Ortega fue perseguido sañudamente, punto de convergencia de fascistas y marxistas, de eclesiásticos integristas y «filósofos» escolásticos o de las recientes observancias; y se consiguió extirpar su huella y su continuidad de la Universidad española desde hace ya más de cuarenta años.

Menéndez Pidal, a fuerza de increíble saber, irreprochable conducta y parecer vivir en la Edad Media, había conseguido lo que casi nadie logra entre nosotros: ser respetado. Lo cual no impidió que las autoridades prohibiesen un homenaje en su Coruña natal, que los ataques se multiplicasen y que, tan pronto como tocó Cuestiones históricas que tenían alguna resonancia política -Bartolomé de las Casas, el Compromiso de Caspe-, se la jurasen diversas cofradías. Y ahora, una vez muerto, son muchos los eruditos ansiosos de «sacarsela espina» de haberlo respetado.

Son solamente unos cuantos ejemplos, que se podrían multiplicar, que se deberían estudiar y analizar seriamente. El reconocí miento se hace siempre a título excepcional, y se borra tan pronto como se puede. Ocasionalmente se admite el valor de Zubiri, o Jorge Guillén, o Rafael Alberti, ahora de Rosa Chacel, después de haberla considerado anulada tanto tiempo, pero en seguida se recae en el olvido. Se están publicando las Obras completas de Dámaso Alonso; van cuatro gruesos volúmenes, de contenido -tan admirable por el inmenso y original saber como por la maestría literaria, por el talento de escritor -prosista y poeta que revelan, ¿quién se ha dado por enterado? ¿Ha acusado la sociedad española, los periódicos y revistas que dicen expresarla, la conciencia, el orgullo, la gratitud de poseer tal figura? Podría decirse algo parecido de Enrique Lafuente Ferrari, o de la riquísima, creativa obra poética de Gerardo Diego, siempre fresca y llena de inventiva. Pero ¿puede extrañar que se pase por alto cuando Ia inmensa mayoría de los españoles no tiene ni remota idea de uno de los mayores genios literarios del siglo, Ramón Gómez de la Serna? ¿No se llevan cuatro decenios de «filosofía oficial» (de varias «oficialidades») como si Ortega, el filósofo más creador del siglo XX, no hubiera existido?

Deliberadamente he citado muy pocos nombres. ¿Porque no hay más? Al contrario: porque hay tantos que mis menciones resultarían indebidamente incompletas si no las redujera a meras muestras. Se podría, se debería hacer el catálogo de los creadores españoles de este siglo, distinguiéndolos de los que no lo son, de los que son otras cosas, quizá tan valiosas, pero distintas. Y se vería que, en una cultura relativamente «pobre», fragmentaria, incompleta, a todas luces deficiente, en muchos sentidos maltrecha, representan una proporción mayor que en la mayor parte de las europeas actuales.

Y esto es lo que me interesaba señalar. Probablemente por las dificultades en que ha vivido, por la pobreza económica del país hasta hace pocos años, por su inestabilidad política, por el desasistimiento en que escritores, artistas, investigadores, pensadores, han vivido casi siempre, por la falta de respaldo oficial y aun social, la cultura española de nuestro tiempo ha tenido condiciones que ya no solían darse en los países prósperos y bien constituidos. El abandono, cuando se tiene energía para superarlo, es un tremendo estímulo, el clima de intemperie en la alta sierra es tonificante para los supervivientes.

Y resulta el inesperado, asombroso carácter de estos creadores: su perduración, su pervivencia, su inmarcesible vitalidad. Para desesperación de los incapaces de admirar (y mucho más de seguir admirando), para los que quieren «llegar» y necesitan hacer el vacío previo, los muertos de España, desde el 98, no se mueren, y resisten impávidos, frescos, siempre leídos, siempre llenos de descubrimientos y sorpresas, el recuerdo de sus centenarios. Y son muchos los vivientes que siguen en pie, sin obra muerta, vigentes a la fuerza, por su propia condición, desde hace treinta, cuarenta y cincuenta años, mientras han ido pasando o ven que van a pasar los que, arropados por tal o cual protección o propaganda, han vivido sostenidos por los acompasados movimientos y las tracciones de lengua de cualquier respiración artificial.

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