Luz, taquígrafos y televisión
LA APARICION en Televisión de los líderes parlamentarios (con la distanciadora postergación hasta ayer del señor Suárez, un jefe de partido que parece querer situarse por encima de los partidos,) ha resultado globalmente decepcionante. La culpa no ha sido tanto de los actores como del papel que han aceptado incorporar, del decorado en el que se les ha obligado a moverse y de la dirección escénica a la que se han sometido.La crítica situación de la economía española. la falta de rodaje de las instituciones parlamentarias y el predominio de UCD y PSOE en las Cortes hace comprensible, e incluso justificable, que una comisión parlamentaria extraordinaria, formada por los estados mayores de los, partidos, se desplazara hasta el palacio de la Moncloa para discutir un acuerdo económico apolítico de tanta envergadura como el que ha sido firmado. Esta suerte de "programa común» ha recibido el apoyo de todos los partidos del arco constitucional (salvo Euskadiko Ezkerra y, parcialmente, Alianza Popular). Su realización corresponde a las Cortes, en el aspecto legislativo y al Gobierno en la dimensión ejecutiva. El show televisivo del lunes, martes y miércoles tenía como objetivo hacer llegar al país las imágenes y las voces de los dirigentes que han intervenido en la negociación del pacto.
La intención era buena, pero el resultado ha sido insuficiente. La interiorización, como expectativas y propósitos, de los acuerdos de la Moncloa en los trabajadores, empresarios y consumidores exige algo más que las bendiciones desgranadas en RTVE por los líderes políticos. Por lo demás, este desencuentro entre la opinión y la «clase política» no es una excepción.
Al electorado le llega una escasa y deficiente información sobre lo que se decide en las alturas. Bien es verdad que el sistema parlamentario tiene que huir, como de la peste de la oratoria de juegos florales (que ha hecho alguna esporádica aparición en el Senado) y del lavado en público de la ropa sucia de las querellas interpartidistas. En este apartado de atentados contra la eficacia habría que incluir, también, la rivalidad entre las Cámaras, el obstruccionismo de los senadores de UCD y PSOE respecto a las leyes aprobadas ya en el Congreso tal vez satisfaga su amor propio corporativo, pero hace un flaco servicio a la imagen del Parlamento. Pero evitar la peste no implica aceptar el cólera. Nuestro incipiente parlamentarismo tiene que eludir un peligro opuesto a la ineficacia, pero igualmente grave: delegar en los estados mayores de los partidos (atrincherados en la Junta de Portavoces) la toma de decisiones convertir a los diputados en meros ejecutores de órdenes de voto, y cortar los puentes con la opinión pública.
Antonio Maura pidió en una ocasión «luz y taquígrafos» para la vida política. Las interpelaciones en las sesiones plenarias y los debates en las comisiones, el carácter sólo temporal y extraordinario de los «compromisos de silencio», como el que hoy vincula a la ponencia constitucional, contribuirán, sin duda, a una mayor transparencia informativa. Pero el progreso de la electrónica permite ampliar el desiderátum de Antonio Maura. La tribuna pública del Congreso podría acomodar a millones de espectadores si RTVE recogiera los más importantes debates de las sesiones plenarias. Y la opinión pública está deseando ver a los líderes políticos actuar en Televisión en polémicas abiertas, transmitidas en directo, sin ensayos preparatorios, repeticiones de grabación y preguntas conocidas de antemano. Son muchos los españoles que sienten curiosidad por ver cómo se comportaría el presidente Suárez, excelente lector de discursos y maestro en la grabación diferida de monólogos, en un cara a cara, improvisado y en directo, con los líderes de la Oposición. ¿No se enfrentó Giscard en directo con cuarenta ciudadanos franceses de todas las tendencias durante dos horas?
En esta perspectiva, las intervenciones del lunes y martes en Televisión recuerdan demasiado la etapa de permisividad del posfranquismo, cuando los hasta hace poco delincuentes políticos llenaban de sorpresa o de alborozo a los espectadores con sus dosificadas apariciones. No deja de ser sospechoso, por lo demás, que ese programa televisivo haya tenido como objeto subrayar que los principales partidos de la Oposición han dado su acuerdo. aunque matizado, al programa común propuesto por el Gobierno.
Nada sería más peligroso para el asentamiento de la democracia en nuestro país que una «división del trabajo» mediante la cual los profesionales de la política manejaran los asuntos públicos en el hermetismo de los despachos y las penumbras de los pasillos. La democracia necesita otro tratamiento de los debates políticos. Los monólogos televisivos, disfrazados de diálogos con la complaciente ayuda de un locutor, deben dejar su lugar a auténticos debates, que saquen a la luz las diferencias de enfoque y planteamiento de las diversas opciones políticas y permitan a los electores formarse un juicio propio sobre los temas discutidos. Tampoco la Televisión debe reservar sus solemnidades para cuando Gobierno y Oposición están de acuerdo. Los líderes políticos tienen derecho a disponer de espacios para exponersus discrepancias y fórmular sus alternativas. No sería pedir demasiado que el anunciado estatuto de RTVE dejara bien claras las condiciones para ejercer ese derecho, y que los directivos del monopolio estatal se comportaran en el futuro como gestores de la función pública y no como servidores del Gobierno. Finalmente, y aunque sólo sea como cortesía frente a los electores, cabe sugerir a los líderes de los grandes partidos, figuren o no en el Gobierno, que desciendan de su pedestal y acepten las ruedas de prensa o los debates con los demás dirigentes, transmitidos en directo al país entero por Televisión.
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