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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

España y el Sahara

LA INTERVENCION del representante del Frente Polisario ante la Cuarta Comisión de las Naciones Unidas ha sido una combinación de justificadas críticas a los Acuerdos de Madrid de 1975, injustificadas exigencias respecto a una eventual intervención española en el conflicto presente, correctas exhortaciones a que las Naciones Unidas asuman su responsabilidad en el territorio actualmente ocupado por Marruecos y Mauritania, y comprensibles palabras acerca del doloroso y trágico conflicto que ha convertido al pueblo saharaui en la víctima de la lucha por la hegemonía en el norte de Africa.La entrega de hecho por el Gobierno de Madrid, en las semanas en que la enfermedad mortal del general Franco sumió a nuestro país en un clima de temores, ansiedades e incertidumbres, del antiguo Sahara español a Rabat y Nuakchott entra de lleno en el pasivo de los errores políticos y estratégicos de la política exterior franquista, cuya falta de criterios de largo alcance rivalizó con su dependencia de otras cancillerías y con su miopía para adivinar, tras la retórica de amistad y fraternidad con los países árabes, las duras realidades y los propósitos ocultos en ese importante espacio estratégico. La ficción de la españolidad del Sahara, el posterior y descabellado intento -en recuerdo sin duda de la política española en el antiguo protectorado de Marruecos- de proteger a grupos que pudieran controlar un Estado formalmente independiente en la órbita neocolonial española y las vacilaciones a la hora de buscar aliados en el Mogreb son otras tantas páginas de la indigencia teórica y la incapacidad práctica de la diplomacia franquista.

No es probable, sin embargo, que los Acuerdos de Madrid sean «la traición más grande que la humanidad haya conocido jamás»; desgraciadamente, la historia de la especie, sobre todo en el último siglo, abunda en pactos entre Estados cuando menos igualmente bochornosos. Pero todavía es menos probable que la responsabilidad del Gobierno de Madrid en aquellos días exceda de la que incumbe a un Estado que, por sus torpezas y faltas de inteligencia para analizar un problema, se dejó encerraren una situación en que la iniciativa correspondió a los intereses contrapuestos de Marruecos y Argelia, con la complicidad -tan culpable como la española- de las Naciones Unidas y la Organización de la Unidad Africana, cómodamente instalados en el papel de simples espectadores y deseosos que todas las censuras recayeran en quien sólo era merecedor de una parte de ellas.

La España democrática no puede, ciertamente, recibir a beneficio de inventario el legado de la política exterior franquista. Los Estados son una realidad permanente y superior a los Regímenes y Gobiernos. Ahora bien, la colaboración de España a la rectificación de lo que fue un monumental yerro de su acción exterior no puede exceder los límites de sus posibilidades reales y de los intereses nacionales y de la consolidación de la democracia en España, ni tampoco recabar todo el peso de una responsabilidad en la que las Naciones Unidas, la Organización de la Unidad Africana y las vinculaciones regionales de los propios países árabes participan todavía en un grado mayor. El ministro de Asuntos Exteriores español indicó a finales de septiembre en la XXXII Asamblea General de las Naciones Unidas la necesidad de eliminar la tensión en la zona y de buscar una solución que tuviera en cuenta la expresión de la voluntad del pueblo saharaui. El principio de autodeterminación del Sahara, apoyado por los partidos políticos en la sesión plenaria del Congreso de septiembre, no sólo es aceptado por el Gobierno de Madrid, sino que, además, no se contradice con la letra -aunque sí con los hechos- de los A cuerdos de Madrid.

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¿Qué puede hacer España en esa situación? La denuncia ante la Cuarta Comisión del delegado saharaui sobre la venta de armas y el envío de expertos a Marruecos y Mauritania es grave y exige una respuesta clara de nuestro Gobierno. Porque, evidentemente, las conciliadoras palabras del señor Oreja en las Cortes y en la Asamblea de las Naciones Unidas en favor de la distensión serían un mero y condenable ardid diplomático en el caso de que España continuara atizando, con ayuda militar y técnica, el conflicto en el norte de Africa. También es urgente que se hagan públicos los eventuales anejos secretos a los A cuerdos de Madrid y un debate parlamentario sobre este delicado tema. La diplomacia secreta del franquismo no tiene por qué comprometer: a la diplomacia abierta de la democracia española.

En cualquier caso, la política de la cañonera debe quedar excluida de las relaciones entre los países. El rumor de que unidades paracaidistas francesas podían repetir en los santuarios del Polisario, una especie de Entebbe saharaui ha levantado las justificadas protestas de la izquierda y el temor a que Francia aspire a convertirse en un gendarme africano. Igualmente sería inconcebible que alguien reclamara una intervención militar directa española, de signo opuesto, para que se aplicaran las resoluciones de las Naciones Unidas.

España, potencia administradora de un territorio sobre el que -desde 1974- no se extendía su soberanía, traspasó por los Acuerdos de Madrid dicha administración a Marruecos, Mauritania y "la Yemáa saharaui, dejando establecido que esta administración debería desembocar en la autodeterminación del pueblo saharaui, preconizada por las Naciones Unidas y el Tribunal de La Haya. Corresponde ahora a las Naciones Unidas, que en su día pudieron haber enviado sus cascos azules al territorio en conflicto, pero no lo hicieron, a la Organización de la Unidad Africana, que tampoco se ha dado excesiva prisa en asumir sus responsabilidades, y a la actual Administración del territorio que se cumplan las resoluciones citadas y que la población saharaui se autodetermine libremente.

Y hay que recordar que en la Conferencia de Agadir, de julio de 1973, los jefes de Estado de Argelia, Marruecos y Mauritania reafirmaron solemnemente su adhesión al principio de autodeterminación del Sahara.

España puso fin, en febrero de 1976, a su presencia en la zona, de manera poco airosa y atrapada en las contradicciones de la política exterior franquista y de la lucha entre Argelia y Marruecos por la hegemonía en el Mogreb. De ese pasado, del que no podemos enorgullecernos, sólo quedan tres secuelas: la necesidad de suprimir la ayuda militar a uno de los bandos en conflicto; el deber del Gobierno de hacer públicos los eventuales anejos secretos al Acuerdo de Madrid y denunciarlos, en su caso; y la obligación moral de dar acogida en nuestro país, con estatuto de refugiados políticos y con la asistencia debida, a los saharauis que en su día, por decisión de anteriores Gobiernos, fueron ciudadanos españoles con plenos derechos.

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