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Tribuna:La razón histórica / y 6
Tribuna
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La función social de reinar

La Monarquía constitucional se ha resentido de su origen negativo: ha nacido como un esfuerzo por limitar o reducir el poder absoluto de los reyes, ha sido el resultado de un forcejeo histórico. Por otra parte, ha aparecido frente al principio, republicano, que afirmaba la exclusiva soberanía del pueblo. De un lado, el Soberano -el antiguo monarca absoluto, que no tenía por qué ser un déspota ni un gobernante arbitrario, que regía el país según normas, pero que no conocía instancia superior-; del otro, la soberanía nacional. El «compromiso» entre ambas posturas fue la monarquía constitucional, entendida como Carta o Pacto. Recuérdese, a comienzos del siglo pasado, la pugna entre dos adjetivos que se repartían los títulos: «real» y «nacional».Como resultado de este proceso histórico, los verdaderos monárquicos entendían que el constitucionalismo era una manera de aguar el vino, de conservar un «resto» de monarquía que en rigor no lo era; el verdadero rey era el «Rey neto» al que vitoreaban los absolutistas de Fernando VII. Para eso, más vale una República -pensaban muchos-; y algunos transigían con la monarquía constitucional como «la mejor de las repúblicas», la que planteaba menos problemas.

De otro lado, también el principio republicano se ha debilitado mucho. Cada vez más se ha reducido al funcionamiento de un mecanismo electoral que no es mucho más que una burocracia. El presidente de la República acaba por ser un funcionario al que se recibe con saludos, cañonazos e indiferencia, que apenas se sabe quién es. Si se preguntase a mil personas quiénes son los presidentes de las diferentes Repúblicas que hoy existen, se descubriría su general desconocimiento.

La humanidad difícilmente soporta el gris. Ya Scheler señaló con perspicacia el poco relieve de la República de Weimar, su escaso esplendor y atractivo; esto pareció «seguro», pero dejó a la opinión alemana inerme frente a la seducción de camisas, marchas, desfiles, banderas, arengas, fuesen comunistas, nacionalistas o, finalmente, nacionalsocialistas, el Zentrum y la socialdemocracia, infinitamente más decentes y con mayor inteligencia, se volatilizaron. El afán por reducir el poder ejecutivo a un mínimo hizo que no pudiera enfrentarse con los problemas apremiantes, y una ola de dictaduras barrió a las democracias ultraparlamentarias.

Las Repúblicas presidencialistas han conservado el principio republicano y democrático sin minimizar la figura del presidente, incorporándole la función ejecutiva, dándole una aureola de prestigio y esplendor que ha mantenido vivo ese mismo principio republicano, que de otro modo languidece hasta el punto de que el Presidente se convierte pronto en eso que se llama en inglés un strongman, un dictador o más bien un déspota, apoyado en el ejército o en un partido «revolucionario».

Probablemente se pensó que en España la monarquía iba a ser una «dictadura coronada», pero no ha sido nada parecido, y no se diga que porque «se ha impedido», ya que no es tan fácil que se hubiera podido impedir, al menos a corto plazo; lo decisivo es que nadie lo ha intentado, nadie lo ha querido; al contrario, las inclinaciones dictatoriales se encuentran muy lejos, precisamente entre los que -desde ambos extremos- atacan a la monarquía y la cubren de denuestos en las paredes de las ciudades españolas y a veces en discursos o artículos.

Hay el riesgo de que algunos piensen que, en vista de que la monarquía está resultando, por propia iniciativa, plenamente democrática, más aún, el principal factor de democratización y liberalización del país, conviene que haya el mínimo de monarquía posible, que su papel se reduzca hasta el límite. Tal actitud, desde un punto de vista democrático, me parece suicida.

La democracia puede existir en forma republicana o monárquica; en España va a existir en la segunda forma, por múltiples razones históricas. Y conviene que exista saturadamente, en la plenitud de su forma. Así como una república debe ser enérgica y vivazmente republicana, una monarquía debe aprovechar hasta el máximo las virtualidades y posibilidades que lleva consigo. ¿Cuáles son?

El Rey no debe considerarse como un Presidente vitalicio; este último es normalmente un hombre político, casi siempre perteneciente a un partido; en los sistemas presidencialistas, la figura más importante, encargada de realizar durante su mandato una política particular; en los parlamentarios, la Presidencia suele significar un glorioso retiro o «pase a la reserva», siempre con una adscripción menos activa a uno de los partidos o fuerzas políticas actuantes.

Nada de esto puede aplicarse al Rey: ni debe identificarse con un partido, ni -menos aún- depender de él, ni siquiera significar una orientación política singular. No puede ejercer el gobierno, ni siquiera presidirlo. Dentro del Estado, como Jefe de él, tiene que velar por la armonía de los distintos poderes y por su pulcra distinción e independencia. Como Rey constitucional, no es sólo que esté «sometido» a la Constitucion -manera negativa y defensiva de formularlo, enteramente inadecuada-, sino que su misión es velar por ella; la Constitución lo constituye como tal Rey, y es él el encargado de que todo el juego político transcurra de acuerdo con ella. Cuando se habla de «poder moderador», esto suele entenderse como «echar agua al vino»; debe ser lo contrario: impedir que sea aguado o enturbiado el vino de la efectiva democracia, cuya forma y realidad define la Constitución.

¿Cómo puede el Rey hacer esto? Que el Rey sea Jefe del Estado y, por tanto, tenga que ver con la política, no quiere decir que sea meramente una figura política. La debilidad de muchos Estados, en gran parte del mundo -con demasiada frecuencia en Hispanoamérica, por ejemplo-, tiene su raíz en la debilidad de las sociedades. Hace muchos años di en Buenos Aires una conferencia titulada «La política del arbotante» (puede leerse en mi libro Sobre Hispanoamérica), dedicada a esta grave situación. Una de las razones de que las sociedades no tengan la coherencia y el vigor necesarios es que carecen de instituciones: apenas hay instituciones sociales; y desde luego no tienen cabeza, no hay magistraturas propiamente sociales, no políticas. Esto es lo que fue la Monarquía antes de su crisis a fines del siglo XVIII; el Rey era, más que ninguna otra cosa, cabeza de la Nación, es decir, de la sociedad como tal, a la cual se recurría contra el Gobierno -es decir, la representación del Estado- o la Iglesia, o la nobleza, o los desmanes de cualquier índole.

Es la sociedad la que tiene que dar su vigor -es decir, su vigencia- a la Constitución. Si la sociedad es débil, el Estado no puede ser fuerte, más que en el caso de que su fuerza sea a expensas de la sociedad, es decir, que se trate de un poder que usurpe el legítimo que la sociedad debe tener y la oprima. Es el caso de todo despotismo, sea de un monarca, un «presidente», un comité de partido, un general, una clase, un sindicato, etcétera.

La función de las Fuerzas Armadas es la defensa de la Nación; hacia fuera, contra una agresión exterior; hacia dentro, contra la violación de su estructura constitucional por cualquier violencia particular, sea opresión dictatorial o subversión. Que el Rey sea el jefe de las Fuerzas Armadas tiene este sentido preciso: la facultad real de velar por la Constitucion y asegurar su vigencia frente a todo intento de quebrantarla, desde el Gobierno, desde un parlamento que pretenda ser convención, desde cualquier forma de subversión.

Cuando se dice que la soberanía popular tiene «su superior personificación en la Corona», creo que se quiere decir algo, muy parecido a lo que acabo de escribir; es decir, el Rey es titular de una magistratura social -antes que política- como «cabeza de la Nación», en él se personifica ésta como sociedad, como proyecto histórico, como comunidad humana en continuidad histórica, desde los orígenes hasta el futuro previsible, antes de toda decisión política concreta, que podrá ser una u otra, a lo largo del tiempo, sin romper esa coherencia y contínuidad superior, que la Constitución expresa en forma legal.

¿Es esto un «poder»? No un poder político. Se trata más bien de autoridad, si se prefiere, de prestigio. Es un poder sin fuerza, capaz de disparar las fuerzas sociales. Recuerdo que hace años, las compañías productoras de acero en los Estados Unidos intentaron elevar el precio de su producto. El presidente Kennedy llamó a los directivos de estas compañías poderosísimas y les expresó su desaprobación, mostró públicamente la injustificación y peligrosidad de esa medida. Las compañías dieron un paso atrás y renunciaron a enfrentarse con la desaprobación del Presidente. Adviértase que éste no «prohibió» -no podía hacerlo- esa decisión de las compañías; no puso en juego sus poderes constitucionales, sino su autoridad social. Pero ésta resultó tremendamente eficaz. La crisis por la que después han pasado los Estados Unidos ha sido primariamente la de esa autoridad presidencial, la disminución de un prestigio que se había mantenido intacto durante cerca de dos siglos a pesar de las inevitables debilidades humanas, y que la indiscreción de algunos presidentes y el interesado aprovechamiento de algunos grupos han socavado en alguna medida. Los Estados Unidos están ahora empeñados en la restauración de ese prestigio, en la reafirmación de la cabeza social que siempre han tenido.

Esta es, a mi juicio, la función más propia de un rey. En ello consiste eso que se llama reinar. ¿Quién podría resistir la desaprobación de un Rey impecable, fiel a su misión, inaccesible a la lisonja, insobornable? ¿No movilizaría las energías íntegras de la nación, de manera que hiciese imposible todo quebrantamiento de la Constitución, toda opresión, toda subversión, todo intento de desmantelar este cuerpo social, animado por el mismo proyecto colectivo, que llamamos España?

Y, vistas las cosas de manera positiva, -lo que es aún más interesante-, al Rey correspondería el fomento, la coordinación, la institucionalización (en la medida en que es conveniente) de las actividades sociales y que no tienen por que ser primariamente estatales, menos aún políticas. Sobre todo, aquellas que requieren continuidad.

Para poner un ejemplo eminente, el patrimonio artístico, urbano, cultural de España. En él reside una fracción decisiva de lo que hemos sido, que por existir es plenamente actual, es parte esencial de lo que somos, y condición de lo que podemos ser si pretendemos ser un pueblo y no, como dijo una vez Ortega, la polvareda que ha dejado un gran pueblo en el camino de la historia. Este patrimonio es cosa demasiado grande, compleja e importante para que pueda abandonarse al azar de las iniciativas individuales. Pero ¿quiere decir esto que es asunto político? Entiendo que no. Las instituciones encargadas de velar por su mantenimiento, conservación, vitalidad, por la participación en el de todos los españoles, deben ser sociales; no deben estar a la merced de los probables cambios de gobierno en un régimen democrático; tendrían que estar en las manos de los hombres efectivamente competentes y con la decisión de poner a esa carta su vida profesional y su vocación; y es el Rey el que podría convocar a una de las más grandes empresas que podrían entusiasmar a los españoles: poner en forma la realidad de España y tomar posesión de ella, gozarla, vivirla, seguir creándola.

Y no se olvide que, tan pronto como se habla de la realidad de España y no meramente de su Estado, se desemboca en América, en toda aquella donde nuestra lengua vive, nuestras formas artísticas han florecido, aliadas con las originarias, donde pervive nuestra literatura y nuestro pensamiento, donde se siguen haciendo de mil maneras distintas que revierten sobre nosotros. El Rey de España, como Jefe del Estado es cosa exclusivamente nuestra; pero como cabeza de la realidad social española pertenece inevitablemente, queramos o no, al mundo hispánico en su conjunto: para con todo él tiene deberes, sutiles deberes históricos; ¿no tendrá también prestigio, alguna manera de autoridad espiritual?

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