Botes de humo
Eugenio d'Ors daba a leer sus escritos a la criada. Si los entendía refunfuñaba: «Oscurezcámoslo, oscurezcámoslo.» Y se ponía a la tarea de difuminar sus propias ideas. Pues bien, el maestro ha tenido una buena camada de discípulos. Y no en balde resultó tan caro a muchos ilustrados por el nacionalsindica lismo. La tesis, rebajada a límites de chapucería discursiva, consiste en tomar un concepto, una idea, un hecho, claros, y matizarlos. Y así se matizan las ideas o los sucesos como quien matiza la luz: oscureciéndolos. Ahora, los profesionales del matiz han levantado un coro de voces prudentes sobre la presunta agresión por la fuerza pública, en Santander, a un diputado. Los matizadores han comenzado su roe-roe sobre una cosa tan clara como el concepto «ínmunidad parlamentaria». Unos días más de público debate y ya no sabremos de qué estamos hablando o escribiendo. A cuenta de este asunto, hasta José María Ruiz Gallardón se ha puesto a pensar en público sobre el asesinato de Calvo Sotelo. Con lo que ya no sabemos si el candidato alianzista es admonitivo o justificativo en este caso concreto de actuación policial.
A la traca de latiguillos a que asistimos sólo falta sumar aquello de que no debe confundirse la libertad con el libertinaje. El ministro de Relaciones con las Cortes cae en la cuenta de que la inmunidad parlamentaria no debe ser una patente de corso. ¡Hombre!, patente de corso no la tuvieron nunca la mayoría de los corsarios, que ya es decir. Patente de corso para decir tonterías no deben tenerla ni los ministros, pero tampoco es cosa de recordárselo. Ese mínimo conocimiento se les supone.
Un publicista da con el hallazgo de que la inmunidad parlamentaria no debe confundirse con la impunidad, y que los diputados han de respetar las leyes. Magnífica aportación por parte española al Derecho comparado. Por doquier comienzan las voces prudentes a buscarle apellidos, cercas, trabas y matices a un concepto político-jurídico tan claro como el de la inmunidad parlamentaria.
Pero por más que se empeñen los profesionales del matiz, la inmunidad parlamentaria no es una mera conjunción de vocablos que admita jugueteos o precisiones. Los parlamentarios disfrutan de inmunidad para que ningún obstáculo (ni el muy legítimo de la justicia) entorpezca su representación política. Ni siquiera los jueces pueden poner mano sobre un diputado, a menos que la propia Asamblea de parlamentarios lo autorice.
Ya sabemos que sería incorrecto procurarse un acta de diputado para asesinar impunemente al cónyuge, estafar, hurtar u ofender a unos agentes del orden. Quien pretenda hacer recapacitar sobre esos puntos a la opinión pública tiene, en verdad, una estimación harto pobre sobre el cociente intelectual de sus conciudadanos.
Y en el caso del diputado Jaime Blanco sobran estas u otras matizaciones. El diputado santanderino afirma haber sido detenido e insultado por la fuerza pública, y ése es un incidente que hasta ahora nadie ha desmentido. A lo peor, su señoría ha delinquido el primero; pues ya lo dilucidarán los jueces si las Cortes dan su venia. Pero ello no obstarla para que agentes uniformados hubieran ofendido en su persona a miles de votantes y a una Cámara legislativa.
Insistimos en que nadie ha desmentido oficialmente la detención y vejación de un diputado. Y, así las cosas, ya sabemos de antemano y sin proceso quién ha hecho las cosas mal: unos funcionarios de policía y un gobernador que es su superior político. Nadie pide cabe zas por gusto de la sangre, sino por deseo de claridad en las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo.
Lo que debería haber hecho el ministro del Interior es cesar a un gobernador que le detiene diputados y tener la gallardía de someterse al veredicto de una votación del Congreso. Lo que se está haciendo -por el contrario- es una movilización de matizaciones sobre la inmunidad parlamentaria y un intento, bastante evidente, de ocultar el fondo del asunto en un fiordo de anécdotas, contradenuncias y obviedades.
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