_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La ley, ¿expresión de la voluntad del pueblo?

Hace medio año, con motivo de la publicación de la ley para la Reforma Política, escribí un artículo titulado «Ley y ordenanza». Ordenanza, según el diccionario de la Real Academia Española es: Mandato, disposición, arbitrio y voluntad de uno. Ley es, según el mismo diccionario: Precepto dictado por la suprema autoridad, en que se manda o prohibe una cosa en consonancia con la justicia y para el bien de los gobernados. Es decir, la ley se diferencia de la ordenanza, en que su mandato no es puro arbitrio ni mera voluntad; pues, por su propia definición, requiere, además, que lo mandado o prohibido sea «en consonancia con la justicia y para el bien de los gobernados».Un determinado juramento, afortunadamente no repetido, pues la fórmula se ha cambiado, me volvió a recordar esta cuestión, íntimamente relacionada con el artículo primero, apartado uno de la ley de 4 de enero para la Reforma Política, en el inciso en que se asigna a la ley el atributo de, ser expresión de la voluntad soberana del pueblo.

El texto de aquel juramento me llevó a releer estas palabras y, mientras mi vista volvía a posarse en ellas, mi mente recordó otras de Cicérón, en De Legibus: «Si los derechos se fundaran en la voluntad de los pueblos, en las decisiones de los príncipes y las sentencias de los jueces, sería jurídico el robo, jurídica la falsificación, jurídica la suplantación de testamentos, siempre que tuvieran a su favor los votos o los plácemes de una masa popular.» El republicano Cicerón cancelaba lapidariamente el año 44 a.C., las opiniones de sofistas y escépticos: «No sólo lo justo y lo injusto, sino todo lo que es honesto y lo torpe se discierne por la naturaleza...» «Pensar que eso depende de la opinión de cada uno y no de la naturaleza es cosa de locos. »

Ni la voluntas principis, ni la voluntad de las oligarquías, ni la volonté générale son el fundamento de la ley, que debe ser una ordenación de la razón práctica, dirigida al bien común y basada en la observación tanto de la naturaleza de la cosa como de las consecuencias que de la misma dimanaren. Ha de ser una expresión, lo más fiel posible, de la justicia así considerada.

Dos mil años después, una regresión histórica nos devuelve a la órbita que Cicerón refutaba.

¿La voluntad del pueblo? ¡Pobre, pueblo! El insigne polígrafo Joaquín Costa comentaba, hace unos cien años, que «el doctrinarismo francés que impera despóticamente en nuestras escuelas y ante todos nuestros partidos políticos» : «clasifica los miembros del Estado en dos grupos separados uno de otro por un verdadero abismo: de un lado, la autoridad, el Gobierno, los depositarios del poder, el país legal; de otro, los súbditos, el país elector, la masa caótica cuya misión se cifra enteramente en obedecer a aquellos a quienes ha constituido en órganos suyos, despojándose de su soberanía». La volonté générale, ¡concluyen en la aliénation totale ... !

Y, hablando de los liberales españoles de su época, proseguía Costa: «Piensan que el pueblo es ya rey y soberano, porque han puesto en sus manos la papeleta electoral: no lo creáis, mientras no se reconozca, además, al individuo y a la familia la libertad civil, y al conjunto de individuos y de familias el derecho complementario de estatuir en forma de costumbres, aquella soberanía es un sarcasmo, representa el derecho de darse periódicamente: un amo que le dicte la ley, que le imponga su voluntad; la papeleta electoral es el harapo de púrpura y el cetro de caña con el que se disfrazó a Cristo de rey en el pretorio de Pilatos.»

La libertad civil la sacrifican hoy no sólo todos los socialismos, sino también las social-democracias que consienten un libertinaje en las costumbres y someten al pueblo a un intervencionismo siempre creciente. Tocqueville, en su obra De la democracia en América, lo había ya intuido: «Los pueblos democráticos, que han introducido la libertad en la esfera política, al mismo tiempo que han acrecentado el despotismo en la esfera administrativa, han sido conducidos a singularidades bien extrañas. Cuando se trata de manejar los pequeños negocios, donde el simple buen sentido puede bastar, se estima que los ciudadanos son incapaces; si se trata de gobernar el Estado se confían a estos ciudadanos inmensas prerrogativas; se les hace alternativamente los juguetes del soberano y sus amos; más que reyes y menos que hombres.» Pero, proseguía, «es dificil de concebir cómo hombres que han renunciado enteramente al hábito de dirigirse a sí mismos podrán conseguir elegir bien a quienes deben conducirles».

¡Soberanos teóricamente en lo que no entendemos; y, prácticamente, en perpetua menor edad en lo que constituye nuestra respectiva esfera!

Y, entonces, aún no habían sido introducidas las técnicas propagandísticas de la actual sociedad de consumo; ni, por tanto, se habían aplicado a la política.

Oímos repetir a los «expertos» en propaganda que los partidos que más votos han obtenido fueron los que mejor propaganda electoral hicieron.

«Socialismo es libertad», decían millares de carteles. Mientras en Alemania occidental un eslogan electoral eficaz había sido el que planteaba este dilema: «Socialismo o libertad» ¿Es que los alemanes tienen un concepto distinto de libertad o de socialismo? O, ¿acaso tiene razón el profesor Tierno Galván y la mayor parte de quienes han votado al partido de Felipe González no saben lo que es el socialismo?

«El centro: lo bueno de la derecha y lo bueno de la izquierda», repetían también miles de carteles; y ¿por qué no lo malo de las dos? La primera vez que lo leí, este eslogan me hizo recordar, por asociación de ideas, aquella anécdota de Bernard Shaw, cuando una bella actriz francesa le propuso que se casaran. Así sus hijos reunirían el talento de él y la hermosura de ella. Oferta que el escritor irlandés no se atrevió a aceptar porque... ¿y si sucediese lo contrario?

Más carteles iban informándonos, día tras día: «El Centro es la democracia», y «Votar centro es votar Suárez». Es decir; ¡Suárez es la democracia! Entonces, ¿para qué las elecciones?

¡Esta fue la buena propaganda electoral ... ! Y todavía los triunfadores quieren hacer creer al pueblo que las leyes, que ellos hagan, serán la expresión de la voluntad de éste. ¡Esperamos que no hagan decir a los médicos que las reglas de la medicina son, «la expresión de la voluntad del pueblo», ni a los ingenieros que las leyes de la mecánica son «la expresión de la voluntad del pueblo»!

Y, sin embargo, un pueblo libre-, como recordaba Costa, podía legislar en forma de costumbres. Pero, paradójicamente, el dogma de la soberanía de la ley no soporta la competencia de las costumbres. La volonté générale rusoniana va unida a la aliénation totale, incompatible con la facultad popular de estatuir en forma de costumbres, que requiere un pueblo libre, que no se aliene a sus elegidos.

Tiene razón De Corte. Bajo un rusonianismo de derecho, que traduce los grandes valores de libertad, de igualdad y de fraternidad, se disimula en política un maquiavelismo de hecho que utiliza su influencia hipnótica en favor de la voluntad de poder de los políticos profesionales. Rousseau viste de ese modo a Maquiavelo con una capa de buena conciencia y de buena fe; y, así cubierto, le dice al pueblo que la expresión de su voluntad soberana es esa ley que sus elegidos fabrican.

¡Qué más da que la verdadera ley sea la expresión de la razón más adecuada a la realidad justa! Y, ¡qué más da que sea una falacia decirle al pueblo -al son demagógico de una propaganda más machacona- que la ley es la expresión de su voluntad, cuando quien se adueña de ella la sustituye por la propia! Este así se hace irresponsable, escudándose al atribuir la ley a la voluntad de ese mismo pueblo al que excita el apetito con promesas y halagos, ¡sin conducirle nunca a la imposible y dorada utopía ofrecida! De ese modo, el legislador se siente liberado de su trabajosa y exigente sumisión a la razón, que le obliga a contemplar con realismo riguroso el bien común, de hoy y de mañana, avizorando las consecuencias más remotas...

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_