Realidad y alcance de los Pactos de Derechos Humanos
A menos que admitamos el 18 de julio de 1936 como fecha de fundación del Estado español, es inexacta la interpretación dada por la prensa a la firma de los pactos internacionales de Derechos Humanos en el sentido de que es la primera vez que el Estado español admite sobre su propio ordenamiento jurídico interno la primacía de un ordenamiento jurídico internacional (1). En realidad, al firmar estos instrumentos las autoridades españolas no han hecho más que reanudar la aplicación de un principio establecido en el artículo 65 de la Constitución de 1931, cuyo texto dice lo siguiente:Todos los convenios internacionales ratificados por España e inscritos en la Sociedad de las Naciones y que tengan carácter de ley internacional se considerarán parte constitutiva de la legislación española, que habrá de acomodarse en lo que en aquéllos se disponga.
Una vez ratificado un convenio internacional que afecta a la ordenación jurídica del Estado, el Gobierno presentará, en plazo breve, al Congreso de los Diputados, los proyectos de ley necesarios para la ejecución de sus preceptos.
No podrá dictarse ley alguna en contradicción con dichos convenios, si no hubieran sido previamente denunciados conforme al procedimiento en ellos establecidos.
La iniciativa de la denuncia habrá de ser sancionada por las Cortes.
En 1946, cuando nadie pensaba que el régimen personal del general Franco podría durar treinta años más, Alfredo Mendizábal, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Oviedo, exiliado entonces en Estados Unidos, comentó en un artículo sobre Francisco de Vitoria este texto constitucional de la República con palabras que merecen recordarse hoy: «Por una singular paradoja, la patria de Vitoria se halla ausente de la comunidad internacional organizada en el momento en que el mundo trata a tientas de llevar a la práctica las ideas lanzadas antaño por el precursor del moderno Derecho de gentes. En cuanto España se deshaga del obstáculo cuya persistencia la margina de las Naciones Unidas, podrá recobrar, con el dominio de su propio destino, el papel que le corresponde en virtud de su vocación universal; vocación de la que Vitoria, Suárez y muchos otros teólogos y juristas fueron portavoces en los siglos XVI y XVII y de la cual fue eco clamoroso el artículo 65 de la Constitución de la República española. Con ese texto ejemplar, la doctrina universalista se encamó en el Derecho positivo al consagrar la primacía de los tratados internacionales sobre las leyes nacionales. incorporando así constitucionalmente al Derecho interno los principios del Derecho de gentes admitidos por los Estados en la época moderna» (2).
Sucesivas violaciones
El mal ha empezado a repararse, pero aún habrá de dar el Gobierno los pasos necesarios para que los referidos pactos no se conviertan en papel mojado y no tengan el destino que tuvo la Declaración Universal de Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 y que España aceptó implícitamente al ingresar en la organización en 1956. Cierto es que la declaración expresaba un «ideal común», como dice su preámbulo, y que no tenla la fuerza de obligar de un pacto (¡por algo los pactos de Derechos Humanos aprobados en 1966 en las Naciones Unidas no fueron firmados por España hasta 1976!), pero ello no excusa en modo alguno la reiterada violación de sus principios por el régimen franquista. ¿Puede alguien afirmar hoy honradamente que en España se respetaron durante los últimos veinte años -por contar sólo a partir de la fecha de ingreso en las Naciones Unidas- los derechos de las personas sin distinción alguna de opinión política o de cualquier otra índole (art. 2 de la Declaración de Derechos Humanos); que no se sometió a nadie a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes (art. 5); que nadie ha sido arbitrariamente detenido, preso ni desterrado (art. 9); que nadie fue objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación (art. 12); que se respetó el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión y la libertad de manifestarla tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia (art. 18), así como la libertad de opinión y de expresión con derecho a difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión (art. 19); o que se respetó el principio de que toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses (art. 23)? Pongamos un largo etcétera a una lista que podría ser casi interminable.
Los artículos que acabo de citar han sido todos recogidos, matizados y ampliados, en el Pacto Intemacional de Derechos Civiles y Políticos, cuyo texto, así como el del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, sería muy oportuno difundir ampliamente por todos los medios de comunicación a fin de que los es pañoles sepan a qué se ha compro metido su Gobierno. Hubiera sido muy conveniente que el jefe del Gobierno o el ministro de Relaciones Exteriores comparecieran en la Radiotelevisión para explicar al país el contenido y el alcance de los referidos pactos. Después de cuarenta años de Gobierno a espaldas de la opinión pública falta hace que se empiece a administrar la res pública de cara a la nación.
En la práctica de las Naciones Unidas se considera que, si bien las obligaciones contraídas en virtud de la ratificación del Pacto de Derechos Civiles y Políticos son de aplicación inmediata, muchas de las que se derivan del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales -por ejemplo, la reducción de la mortalidad infantil, la mejora de los métodos de producción de alimentos o la igualdad de oportunidades- son de aplicación progresiva.
Firma simultánea
Cualquiera que sea el tipo de aplicación, no sabemos de momento cómo se va a reflejar en nuestro ordenamiento jurídico. A este respecto, Juan A. Yáñez-Barnuevo formuló una serie de preguntas muy pertinentes acerca de la posible inclusión de las normas de los pactos en el proyecto de Constitución que prepara el Gobierno, del establecimiento de mecanismos de recurso contra la transgresión de los derechos civiles y políticos y de las medidas que han de adoptarse para la plena efectividad de los derechos económicos, sociales y culturales (3). Normalmente el Gobierno debería haber firmado, simultánea mente con la ratificación, el protocolo facultativo del Pacto de Derechos Civiles y Políticos -comprometiéndose así a responder de toda queja formulada ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas- y un decreto-ley de derogación de todas las disposiciones legislativas que se oponen a los derechos enunciados en los pactos o los vulneran notoriamente. Huelga decir que el grado de seguridad jurídica de los españoles sería mucho mayor de lo que es en la actualidad. Y el señor Martín Villa no podría seguir siendo el supremo definidor de quiénes son demócratas o no en España.
Deben figurar en la Constitución
Por su parte, las Cortes, al examinar el proyecto de Constitución, obrarían acertadamente incluyendo en él, además de una norma general semejante a la del artículo 65 de la Constitución de la República, los principios esenciales de ambos pactos, pero corrigiendo sus deficiencias. En efecto, antes de echar a vuelo las campanas hay que saber con qué metal se han fundido y qué son nos van a dar. Una cosa es la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada como mera declaración en 1946 y otra muy distinta los dos pactos de Derechos Humanos que obligan a los Estados. Estos pactos -tanto uno como otro- entrañan a la vez más y menos derechos que la Declaración de 1946. En el aspecto positivo señalaremos, a título de ejemplo, que en los dos pactos se hace referencia al derecho de autodeterminación de los pueblos, al de su libre disposición de sus riquezas y recursos naturales, así como a los derechos de las minorías, extremos éstos que no abarcaba la Declaración de Derechos Humanos. En el aspecto negativo ha de tenerse en cuenta que en los pactos no se menciona el derecho de propiedad, individual o colectiva, el de no ser expropiado arbitrariamente, el del perseguido a buscar asilo y disfrutar de él en cualquier país, y el de toda persona a tener una nacionalidad y no ser privada arbitrariamente de ella, derechos todos ellos que enuncia la Declaración (arts. 17, 14 y 15, respectivamente), y que ciertos Estados -huelga señalar cuáles- no tenían interés en que figurasen en pactos cuya firma pudiera obligarles. Ha de señalarse también, esta vez tanto en la Declaración como en los pactos, la extraña ausencia de una mención explícita al derecho de fundar partidos políticos, que queda diluido en los artículos relativos a la libertad de opinión, reunión y asociación. Por experiencia sabemos los españoles cuál es el alcance del derecho de asociación cuando se impide el de fundar partidos políticos. Por último, también se advierte en los pactos la presencia de disposiciones -inexistentes en la Declaración de Derechos Humanos- que permiten restringir ciertos derechos por razones de moral u orden público, por ejemplo, en el caso de la publicidad de los juicios o en el de la libre circulación en un país o salida de él. Estas disposiciones, interpretadas por un Gobierno autoritario o dictatorial, pueden dar lugar a excesos reprobables. En algunos países, la aplicación de tales retricciones ha hecho que los pactos, tan pronto violados como firmados, no sean más que una triste ficción de lo que deberían ser.
Por ello harán bien nuestros diputados y senadores en leer y meditar detenidamente estos instrumentos internacionales a fin de lograr, si se plantea como es normal su discusión en las Cortes, su encaje óptimo en nuestras leyes. Los Pactos Internacionales de Derechos Humanos no son perfectos; son el fruto de discusiones y compromisos laboriosos y como tales debemos tomarlos. Ahora bien, pese a sus lagunas y con tal de que se subsanen al incorporarlos a nuestro ordenamiento jurídico, estos pactos significan un paso gigantesco hacia la democracia y es deber de todos los demócratas ejercer la máxima presión para que queden debidamente reflejados en la nueva Constitución que necesita España. Habremos andado de esta suerte un largo trecho en la senda que nos lleva a una libertad plena y civilizada, a esa libertad que, como. decía Montesquieu, es el bien que nos hace disfrutar de los demás bienes y sin la cual la existencia carece de sentido.
(1) Véase EL PAIS de 28 de julio de 1977.
(2) Alfredo Mendizábal: L'actualité de Vitoria (1546-1946) en La Republique Française, vol. III, número 12, Nueva York, diciembre de 1946, pág 15.
(3) Véase ELPAIS de 28 de julio
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