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La corrida concurso fue una pantomima

Los buenos toreros suelen decir que la cogida es, siempre, consecuencia de un error humano. Quizá sea tal afirmación un rasgo de generosidad de estos profesionales -los que lo son a conciencia-, para quienes el toro no es sólo enemigo, sino también el elemento imprescindible del espectáculo; el que justifica su actividad y les da gloria. Pero la cogida que sufrió Roberto Domínguez ayer, en la primera corrida de feria en Bilbao, hay que inscribirlo dentro de estos márgenes de error humano y acaso fuera, incluso, consecuencia de una concatenación de errores, el primero de los cuales tuvo en salir a torear con el estoque simulado.Era el toro de Buendía, poco bravo en varas, que echó la cara arriba en banderillas y llegó a la muleta apagado, con escaso temperamento, difícil por el pitón izquierdo, manejable por el derecho. De fuerte arrancada, aún acentuó Domínguez este defecto, pues citaba muy encima sin dar espacio al animal para tomar resuello, para coger fuerza. Los muchos derechazos, aseados dentro de la conocida línea de toreo de perfil y con el pico, no consiguieron que el Buendía llegara a encelarse, a meter la cabeza con franquía y entrega en la franela. No obstante, la última serie resultó muy compuesta, en templada, de fina ejecución.

Plaza de Bilbao

Corrida concurso, primera de feria. Toros de Urquijo, Atanasio Fernández, Buendía, Torrestrella, Martínez Elizondo y Murube. Ninguno bravo.Jaime Ostos: pinchazo y estocada delanteray desprendida (silencio). Media estocada caída, tres pinchazos y cuatro descabellos (silencio). Pinchazo hondo y descabello (palmas y saludos). Manolo Cortés: tres pinchazos, rueda de peones y descabello (aplausos y salida al tercio). Bajonazo descarado, descabello (aviso, con un minuto de retraso) y tres descabellos más (algunos pitos). Dos pinchazos y descabello (silencio). Roberto Domínquez: cogido en su primero, no pudo continuar la lidia.

Cuando la remató, el toro quedó en el estado que la tauromaquia llama pedir la muerte. Pero el matador no tenía con qué dársela. De manera que tuvo que ir al callejón, cambiar el palo por el acero, volver... El Buendía, que quedaba en el centro del ruedo, ya era otro para entonces. Dominguez quiso calentar el ya enfriado ánimo del público con nuevos derechazos y ese fue su segundo error: cuando instrumentaba el pase se produjo el derrote, que le alcanzó de lleno; salió por los aires de una voltereta espeluznante, completa, de la que cayó de pie. Se agarró a la ingle con un gesto de dolor; por dos veces perdió el equilibrio; cuando le trasladaban a la enfermería, la sensación en la plaza era de que iba seriamente herido. Luego se supo que, afortunadamente, no había cornada importante.

La historia de la corrida, en verdad, es ésta: la cogida de Roberto Domínguez. Porque en lo técnico y en lo artístico la tarde no pudo resultar más desangelada, más sin sentido. Una corrida concurso tiene justificación. cuando en el ruedo hay lidiadores y no aparcatoros, como ocurrió ayer en Bilbao. Cierto que ponían a los comúpetas, en suerte en los medios, para medir su bravura con los caballos, pero cuando está comprobado, como sucedió con casi todos, que no hay tal bravura, huelgan esas distancias. Pues el toro que no es bravo se desentenderá de la lidia, como hacía el de Atanasio -manso evidente, berreón-, o acudirá -a las tantas, previa una agresión verbal del picador, como en el de Murube, al cual el varilarguero le llamó de todo (se susurraba, e incluso le mentó a la madre: la vaca), a grito pelado, para conseguir que diera tres tardías arrancadas: vimos el ridículo de ofrecer el regatón del palo par el de Martínez Elizondo, después de una sola vara, y citarle así mientras la res escarbaba en los medios y estaba claro que no quería acudir a que le pegaran leña.

El único toro alegre fue el de Urquijo, pero estaba cojo y hubo que simular la suerte. De forma que hay que concluir que la corrida concurso quedó en lamentable pantomima. Como además los matadores no aportaban ni pizca de imaginación, no hicieron ni un quite, y salvo Roberto Domínguez -que dibujó remates muy toreros a una mano- tenía el capote en las manos por tener algo, se comprenderá que los primeros tercios supusieron una paliza, que en modo alguno se merecía el santo público de Bilbao.

Mas, ¿qué digo los primeros? Los segundos y los terceros también. Las faenas de muleta se sucedían sin relieve de ningún tipo, ni por abajo. Aseado, Ostos; aseado, Cortés. Reposado, con su mucho alivio de pico, el de Ecija; más fino, pero también con más pico, el de Ginés. Puestos a espigar entre tanto y tanto muletazo como se dio ayer en Bilbao, de Jaime Ostos resaltaríamos el aplomo con que aliñó al Urquijo, que se quedaba corto y buscaba la salida; de Cortés, unos ayudados por bajo al de Atanasio, tanto al principio como al final de su trasteo.

La presencia de los toros fue correcta. Nada de esas catedrales que han dado fama, a las corridas generales, pero sí con el cua o debido, cada uno en el tipo de su casa y de su casta, y en línea de terciados, salvo el de Buendía y el de Martínez Elizondo, ambos de espléndido trapío. Estos dos y el de Atanasio lucían unas bien desarrolladas, vueltas y astifinas defensas. Pero en cuanto a fuerza, carecieron de ella, fueron inválidos declarados, como el Torrestrella. Y en cuanto a bravura, ninguno la tuvo; y pues la bravura es lo que verdaderamente da medida al resultado de una corrida concurso, la de ayer debe pasar, con todas las de la ley, por la puerta del olvido.Lo cual no tiene por qué retraer a la empresa Chopera a que repita la experiencia en próximas ferias. Es un rasgo de afición que monte este espectáculo y que además instituya premios bien dotados en metálico, para quienes mejor ejecuten las suertes. Más eficaz sería, sin embargo, si la casa Chopera empleara esas cantidades en becar a algunos de los que participan en las corridas para que aprendan su oficio. Por ejemplo, esos picadores de Domínguez y Cortés, que tapaban la salida a los toros nada menos que en el primer puyazo. Tapar la salida a un toro de concurso, y precisamente en el primer encuentro con el caballo, es una estupidez tan grande como regalarle los cuentos de Calleja a un gato de escayola.

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