España-CEE: basta de prórrogas
LAS RELACIONES entre España y el Mercado Común han sido siempre lentas y prolijas. Más de diez años hicieron falta para que se llegara entre ambas partes a un simple acuerdo comercial preferencial, que entró en vigor en 1970. En. un principio, este acuerdo preveía dos etapas, una muy concreta y estructurada de seis años de duración, y otra segunda, mucho más vaga, quejamás llegó a entrar en, vigor. Entre otras cosas, para entrar en esta segunda etapa hacía falta una nueva negociación. Ni siquiera se llegó a plantear: la ampliación de la CEE, acaecida en 1973, trastornó el difícil equilibrio logrado en nuestros intercambios comerciales con los países de la Comunidad. Si el acuerdo de 1970 ordenó el comercio entre España y los «seis», cuando estos «seis» se convirtieron en «nueve» todo el edificio quedó inservible, pues los nuevos tres miembros de la CEE, Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca, eran ya interlocutores comerciales de España, sobre todo el primero de ellos, donde nuestros productos agrícolas gozaban de un importante mercado tradicional. La Comunidad ampliada, sin embargo, no podía admitir que el comercio entre España y sus tres nuevos miembí,)s siguiera como antes, pues la filosofía del Mercado Común es precisamente la de establecer la preferencia absoluta interior entre sus propios miembros. Las naranjas italianas, el vino francés, o el aceite de oliva de ambos países, según esta filosofía, debía ser consumido de manera prioritaria en Gran Bretaña, con preferencia a esos mismos productos españoles.El Mercado Común, sin embargo, se ha especializado en negociaciones tipo «marathon», y en soluciones provisionales que duran más que si fueran definitivas. Por ello mismo, el acuerdo preferencial con los «seis» ha seguido en vigor, a trancas y barrancas, mientras se habilitó una solución provisional, -una prórroga excepcional de la situación anterior- en las relaciones de España con los tres nuevos miembros. De prórroga en prór roga, hemos llegado hasta hoy, cuatro años más tarde, y la situación se ha convertido en algo insostenible.
Durante largos años, además, el Mercado Común ha sido para España tanto un símbolo político como un interlocutor comercial. Europa era la meta política en la que las fuerzas progresivas españolas deseaban integrar al país. Pero el régimen autoritario de Franco, al mismo tiempo que impedía este planteamiento a las claras, servía de coartada para preservar proteccionismos -tanto españoles como extranjeros- que no querían decir su nombre. Bien: el ingreso de España en la CEE como miembro de pleno derecho ha sido imposible durante la dictadura, por razones estrictamente políticas. Pero al mismo tiempo las relaciones comerciales entre ambas partes crecieron considerablemente. Hoy, la Comunidad Europea consume productos españoles por valor de 272.000 millones de pesetas, y nos vende por otros 390.000 millones, cada año. Aproximadamente un tercio de nuestro comercio exterior está inscrito en el viejo continente. Si se deja aparte Estados Unidos -y Arabia Saudita en el tema del petróleo- nuestro principal suministrador es Alemania Federal, y Francia nuestro principal comprador. De cerca le siguen, con el Japón, Gran Bretaña, Italia y los Países Bajos.
Todo esto, sin que se haya planteado el tema del ingreso español en la CEE, tema que a partir de ahora es posible, pues con las pasadas elecciones nuestro sistema político es homologable al que rige en los países de la Comunidad. Al mismo tiempo, se ha visto que Europa no es solamente una meta. Es ya una realidad. Una realidad, desde luego, que hay que ordenar y estructurar, que es preciso organizar de manera coherente para bien de ambas partes, tanto, de España como de la CEE.
Las discusiones de estos días no tenían otro objeto que llegar a una nueva prórroga, pues la ampliación del Mercado Común por una parte, y la evolución política española por otra, han provocado un cambio tan radical, que, al mismo tiempo que ha abierto nuevos horizontes, ha complicado extraordinariamente las posibles soluciones técnicas. Las prórrogas ya no conducen a parte alguna, y las posiciones se endurecen, como ha sido el caso italiano en estos días. Lo que se necesita es plantear de una vez el verdadero problema. Además, el primer período de adaptación de los «tres» a la CEE está a punto de cumplirse. La Comunidad va a pasar a otra etapa, y cada nueva prórroga del caso español se hará más dificil todavía. La diplomacia española debe ya iniciar las correspondientes gestiones, y nuestra, economía disponerse a una transformación bastante profunda para alcanzar sin excesivos costes el nivel necesario para nuestra integración en Europa. El proceso será difícil y complejo, y va a desencadenar una complicadísima serie de negociaciones.
El caso francés es el más claro. Francia, que era partidaria del ingreso de España en el Mercado Común dede hace ya muchos años -el difunto presidente Pompidou lo confirmó públicamente en vida del general Franco-, se queja ahora, pues el comercio hispano-francés se ha equilibrado. Tradicionalmente este comercio era favorable a Francia-, que observa con inquietud una evolución que le es desfavorable.
Pone dificultades a la entrada de productos siderúrgicos españoles, y opondrá una barrera bastante poco franqueable a nuestros productos agrícolas, sobre todo al vino. Hasta todos los líderes políticos, desde el gaullista Chirac al socialista Mitterrand, expresan sus recelos ante la entrada de España en la CEE, pues dicha entrada haría peligrar la economía del campesinado francés del Mediodía, que forma un importante contingente electoral.
La industria textil belga contempla con recelo también a la española. Nuestra siderurgia es competitiva en Europa; Italia exporta productos similares a los delos españoles. No va a ser fácil la negociación técnica propiamente dicha; y a quien conviene en primer lugar un período previo de adaptación es a la propia economía española. Lo que no debe hacerse es seguir prorrogando soluciones cada vez más difíciles de aplicar y de aceptar por todas las partes afectadas. Seguir manteniendo una situación tan altificial, que, más que favorecer los intercambios los puede estar congelando.
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