La Iglesia y las elecciones
Si las elecciones pasadas han significado algo con cegadora claridad, esto ha sido la muerte sin rastro del franquismo. Frente a lo que hubiera podido esperarse razonablemente, este pueblo, a juzgar por el resultado de las elecciones, ha pasado el túnel del franquismo sin excesivos traumas y sin dejarse moldear excesivamente por estos cuarenta años: al final de éstos, con las primeras elecciones que merecen este nombre, este pueblo se ha revelado, ante la sorpresa de todos y probablemente de sí mismo, como un país normal europeo.He dicho un país normal europeo. Lo cual quiere decir que no ha sido tampoco la vuelta pura y simple a 1936, como si nada hubiera pasado durante estos cuarenta años. Es decir, que durante estos cuarenta años y paralelamente a la mordaza bien visible del franquismo, por este país ha discurrido, soterrada, pero real, una vida normal europea que nos permite hoy vivir, en 1977, como si no hubiéramos aguantado los últimos cuarenta años. Esto, desde el punto de vista de la Iglesia y la política -la política que se transparenta en las elecciones-, me parece evidente. Al tiempo que pienso que es importante subrayarlo cara al futuro y los posibles, rebrote s de viejas seudointerpretaciones del hecho religioso en la España plural que se abre.
En las anteriores elec ciones españolas -las de 1936- el obispo de Barcelona, según nos cuenta ese,historiador fino y sensible que es Casimiro,Martí, ordenó tres días de rogativas, preocupado -obsesionado, diríamos desde la perspectiva, de hoy- por, la idea de que, de las. elecciones podía «depender hasta la misma existencia de la España católica». Para ello sé imponía la unión política de todos los católicos. «De esto se trata sobre todo -escribía el obispo-, de que triunfe Jesús y su Iglesia, de que triunfen los derechos de Dios y de las almas. Sobre esta base principal debe hacerse la unión de todos.»
Esa unión para el triunfo «de Jesús y de su Iglesia» del obispo barcelonés era traducido en una nota oficial de la Acción Católica de esta diócesis -«En beneficio de la religión y de la Patria», era su título- como la unión de «todos los elementos de orden y todos los partidos defensores de los principios básicos de la sociedad».
Por esas mismas fechas, el cardenal Gomá, obispo de Toledo, volvía de Roma con la consigna -«paternales advertencias», en el argot eclesiástico- de Pío XI de la unión de los católicos ante tres puntos, el primero de los cuales era nada más y nada menos que «ante todo, los derechos de la Iglesia». Lo demás, por lo visto -es decir, el tratamiento de las cuestiones políticas-, era secundario. Los diputados católicos vascos se encontraban así con la pared vaticana ante su propio planteamiento. Pacelli les negó la audiencia ante su intento de explicación y Pizzardo, prosecretario de Estado, explicó claramente el sentido de esta actitud: «¿Por qué no se unen. ustedes, con la CEDA? -les dijo-. Ustedes deben renunciar a su nombre de nacionalistas para unirse Con la CEDA.» De nada serviría ante la jerarquía las explicaciones y las protestas. La consigna era clara Unidad de los católicos por el bloque de las derechas. La voz de la Unió Democrática de Catalunya -«no digáis que ésta es la batalla del catolicismo, porque la batalla se da por otras cosas muy diferentes y no hemos de exponer al catolicismo a que pague las culpas de las compañías con las que le obligan a andar»- fue, como la de los vascos, una voz en el desierto clerical de aquella Iglesia.
Cuarenta y un años después, las cosas han sido -gracias a Dios- muy diferentes. La Iglesia española, contrariamente a lo que un observador exterior y superficial podía haber esperado de la «Iglesia franquista» (la de los obispos en las Cortes y en el Consejo del Reino, la de las leyes fundamentalas que hablaban -¿con qué sentido jurídico?- de la religión católica como «única religión verdadera», la del ante rior secretario de la Conferencia Episcopal, monseñor Guerra Campos, que escribió una Pasto ral con el expresivo título de Francisco Franco -¡pobres diocesanos de Cuenca, sus destinatarios!-...), no llamó a la unidad de los católicos en las elecciones, ni trató de formarlos militarmente en la derecha, ni condenó ni excomulgó ningún partido concreto. La realidad más, bien fue incluso de signo contrario. Los que a las puertas de iglesias de Barcelona se sintieron obligados a,explicar -y exhortar a- su voto, de izquierdas, fueron comunidades cristianas de base. Los sacerdotes que, sin hacer demasiado caso de la consigna episcopal de no militancia activa, se presentaron a las elecciones fueron -con una sola excepción y no para Alianza Popular- en candidatura de izquierda y sobre todo -lo que es muy significativo- de extrema izquierda. La presencia cordial y simpatizante en un mitin de curas tan representativos como Díez-Alegría y Llanos no fue junto a un líder de derechas o junto a un líder cristiano, sino junto a Carrillo. Como símbolo cristiano equilibrador de una larga y vieja historia, no me ha parecido mal, al margen de la posible maninulación política (y que conste que yo no he votado al Partido Comunista).
La historia, pues, afortunadamente ha cambiado, un point, c'est tout, como dicen expresivamente los franceses. A pesar de todo yo querría, para terminar, hacer dos observaciones finales. Primera. Los militantes cristianos de izquierda una vez recuperado tan milagrosamente, después de estos cuarenta años, el equilibrio político al margen de lo religioso y de haberlo recuperado en gran parte gracias a ellos, deberían contentarse con esta victoria, que es la real victoria. Intentar ahora utilizar en favor de la izquierda no su conciencia -conciencia de cristianos- sino un cierto confesionalismo cristiano,- es posibilitar de nuevo la vuelta a.la cuestión religiosa como cuestión política. En este sentido, y desde el punto de vista de la Iglesia, me parece importante subrayar que las eleúciones de 1977 deben ser un hito sin retroceso.
Segunda observación. La desaparición de las formas confesionales de la acción política no quiere decir que queden resueltos todos los problemas de contenido político que inciden sobre la conciencia del creyente. La fe se expresa en los creyentes a través de una mediación cultural. La acción política, por su parte, exige previamente un análisis cultural del hombre y de las cosas. En esa plaza de las culturas -conviene no olvidarlo en este país que tiende siempre en política a fórmulas simples-, la fe y la política vuelven a entrelazarse en los hechos. Que ese entrelaza miento sea un abrazo o una lucha cuerpo a cuerpo depende sólo y ex clusivamente de que la vida venga presidida política y espiritualmente por la libertad. Prácticamente todos los partidos que han concurrido a estas elecciones han predicado la separación de la Iglesia y el Estado. Lo que no sé es si todos han captado el alcance del problema de fondo a la vista de la actual experiencia histórica. En la Inglaterra moderna la Iglesia y el Estado no están separados, pero allí siempre ha habido libertad religiosa. En la Rusia de la revolución la Iglesia y el Estado, están separados, pero nunca ha existido libertad religiosa en ella. El problema para,que entre nosotros no vuelva a renacer la cuestión religiosa cómo cuestión política es que haya tibertad religiosa. Una libertad religiosa que, frente a anticlericalismos políticos de izquierdas o de derechas, sólo será libertad religiosa de verdad cuando pueda desaparecer limpiarnente el adjetivo religioso y quede sólo, claro y, sin límites artificiales de cualquier signo, el sustantivo libertad.
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