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Los tres espadas fueron incapaces de ganarse una oreja

Ahí los tenemos: tres figuras de hoy, jóvenes, en San Isidro, vestidos de durse, colocados en un cartel con ganadería de lujo, e incapaces, a pesar de todo, de ganarse una oreja, aunque sólo fuese una. Pues la que hubo, exhibida por Julio Robles en una desairada vuelta al ruedo, fue regalo del presidente Mantecón; que hogaño el palco está de lo más obsequiso, y se hace de miel con los toreros. Para el público es otra cosa.Así que tenemos una oreja, pero a los solos efectos contables. Este es el panorama. Los toros de Hernández Plá, algunos escasitos de trapío, otros muy bien presentados, preciosos, tuvieron la casta que era de esperar. Casta que desbordó a los espadas y a sus cuadrillas, y que unos y otros resolvie ron pegándoles la paliza en el primer tercio.

Eran toros para lucirlos; para que la plaza se pusiera boca abajo con la suerte de varas y con los quites, pues acudían a los caballos con alegría, y recargaban con estilo metiendo los riñones y concentrando toda su fuerza en una embestida fija, hundida la cabeza en el peto. Hubo sus excepciones, desde luego; por ejemplo, el quinto rebrincó y salió despavorido del primer encuentro con el picador, y en su ciega huida arrolló al peón Antonio Martínez; y tercero y cuarto acabaron el tercio saliéndose de la suerte. Pero ese mismo cuarto tomó una primera vara tremenda, recargó creciéndose al castigo, llevó al caballo hasta los medios y allí derribó; e incluso el tercero, que había sido protestado con fuerza por su poco trapío, protagonizó un primer puyazo soberano, como hicieron los demás santacolomas. Y hasta ese quinto de la huida, cuando se le colocó nuevamente en suerte, apretó de firme y recibió un castigo interminable, con el caballo apoyado en tablas.

Para la muleta fueron nobles; muy nobles los tres primeros, toreable el cuarto, y con algunas complicaciones los dos restantes, ya que eran distraídos y se quedaban cortos. Es decir, que por lo menos hubo cuatro toros de oreja. Pero las figuritas ni se enteraron. Lo suyo es dar derechazos y naturales, en general con el pico, citando de cerca, y, si salen, bien, y si no, pues también. Y así se les fue la tarde, y así se nos fue a todos, aburridos con tanto derechazo y con tanto natural, instrumentados sin calidad, sin técnica y sin gracia; todo monótono, todo mecánico; destajistas del muletazo los tres, que es lo peor que se puede ser en un oficio cuya grandeza configuran la emoción, la sabiduría en la materia, la geniafidad y el arte.

Y encima, la inhibición y el ridículo. Inhibición de Curro Rivera, que mientras los peones pasaban la pena negra para banderillear al quinto, el cual se había ido arriba en el segundo tercio -como ocurrió con casi todos-, permanecía de mirón, sin extender el capote para el quite a los subalternos, cuando éstos buscaban el olivo a la desesperada, con la fiera persiguiéndoles de cerca. Y ridículo de Paco Alcalde, empeñado en banderillear, pese a ser uno de los peores rehileteros que han podido verse en los últimos cuarenta años. A su primero lo banderilleó como acostumbra; es decir, a toda velocidad, para cuadrar fuera de cacho. Por eso, cuando en su segundo cogió los palos, la afición gritó: «iLos peones, los peones!» Pero no hizo caso, salió marchoso y crecido, y clavó dos banderillas, al estilo Kentucky. Una parte de la plaza, para la que basta que los garapullos se prendan, da igual cómo, se volvió airada a la afición, más concretamente a la andanada ocho y al tendido siete: «¿Y ahora qué? ¿Qué tenéis que decir?». La contestación llegó un minuto más tarde: en el toro había tres. banderillas; las otras tres estaban en la arena.El balance artístico de la tarde se queda en dos verónicas, dos derechazos y un pase de pecho de Julio Robles. Por eso parece cara esta flesta, pues si dejamos aparte los toros, y echamos cuentas, el pase puede salir a cuarenta duros, o así. Y, además, el traje al tinte, que jarreó con ganas durante media hora tonta.

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