¿Puede quebrar un Estado
¿Puede quebrar el Estado?, preguntaba el filósofo francés Henri Lefèvbre en uno de sus recientes seminarios en Madrid...Un Estado, como organización ideológica coordinada por un Gobierno y un sistema administrativo, puede quebrar de muchas maneras. De manera pacífica raramente; a menudo de manera violenta, como, en el período 1936-1948 en muchos Estados de Europa. Las quiebras pueden forzarse desde el exterior, violentamente, por invasiones, y desde el interior pacífica o violentamente por revoluciones.
Los Estados quiebran, los pueblos no. Los pueblos pagan las deudas contraídas por Estados quebrados como el III Reich y pierden los derechos obtenidos como ocurrió en Euzkadi y Cataluña al quebrar la II República. El Estado moderno -organizado y planificado tanto en el este como en el oeste-, garante y avalista del crecimiento económico, cambia de manos pero no quiebra. No es probable que se produzcan quiebras en los Estados industrializados, aunque sí amagos de quiebras («desestabilizaciones») como en el cono sur latinoamericano y en el Mediterráneo. En tales situaciones hay tres alternativas en cualquier organización: a) los que hacen funcionar la organización se hacen cargo de ella (caso de la factoría LIP, en Francia, en 1968; caso del «asalto al Parlamento» en Checoslovaquia, de 1948); b) grupos exteriores prestan su apoyo (banca en el caso de una empresa, Alemania Federal en el caso de los repetidos préstamos a Italia) e imponen algunas condiciones; c) grupos exteriores compran -política y económicamente- la organización, lo que está excluido de momento para países en avanzado desarrollo. Pero siempre son los pueblos los que pagan la crisis.
El Estado español no está, ni mucho menos, en situación que pueda parecerse ni por asomo a la de quiebra, ni violenta ni pacífica. Al catastrofismo de la oposición ha seguido un sano realismo al reconocer que, como consecuencia de la relación de fuerzas en Europa y en España, el plazo corto requiere humildad y tiento, respectivamente, para «modernizar» el Estado en una primera etapa. Los partidos políticos españoles no pueden abogar por la quiebra de este Estado, del que ya forman parte. El Estado español tampoco está en suspensión de pagos, a pesar de la fastidiosa barahúnda de comentarios, aficionados los más y profesionales los menos, y de cuya discusión detallada nos exime el exceso a veces irritante y no siempre sensato de información sobre el particular.
El que no exista una situación de quiebra, sin embargo, no significa que no pueda haber un empobrecimiento a plazo largo, del país, respecto a otros como resultado de la crisis del Estado -organización, de la misma manera que hay un empobrecimiento de la empresa mientras se resuelve su crisis. En ese proceso existe una relación dialéctica entre los actores de dentro y de fuera de la organización (del Estado), en cuyo análisis no se ha profundizado todavía en España.
El mundo como oligopolio
Que el mundo actual funciona como un oligopolio, es notorio. De los aproximadamente países registrados ante la ONU, cinco generaban en 1975 un 56 % de Producto Bruto (PB) mundial.
A niveles continentales, y en particular europeos, la situación es semejante; el núcleo de la Comunidad Económica Europea (CEE), lo componen Francia y Alemania, que tienen juntas un PB superior en un 5% al de URSS e igual a un 45% del de USA.
Al mundo moderno o le interesan las quiebras -y menos cuando dejan una gran deuda exterior-, pero no le importa que otros países se empobrezcan. Por eso no quiebran los Estados del subcontinente asiático.
La vía exteriorLos amagos de quiebra, las crisis del Estado español vienen, sobre todo, de una transformación radical de la base social del Estado con redistribución, no solamente de los productos del crecimiento (lo que constituye una crisis coyuntural), sino también de la manera de producirlos, en cuanto a poder y participación de los actores (lo que constituye una crisis estructural) y tiene dos vías de solución. Una es la exterior, en la que se esfuerzan en afianzarse los grupos políticos que lo han comprendido. La crisis económica, en particular, debe comenzar a resolverse por su aspecto exterior que nos ha coloca o en situaciones cada vez más costosas de déficit exterior, en relación con los débiles aumentos del producto nacional. Cuanto antes se resuelva esa crisis exterior, antes de que nos la resuelva el Fondo Monetario Internacional limitando el endeudamiento exterior español, mejor. Resuelta la crisis, o al menos controlada con un programa financiero a plazo corto como han recomendado voces autorizadas, podrían aminorarse las otras dos de paro e inflación a plazo largo y que no son sino las tempestades que ahora recogemos de los vientos que el Estado sembró en 1971-73. Más tarde o más temprano, el Estado español habría de llegar, como ha llegado el Reino Unido, al «compromiso histórico», con los demás Estados, que será prácticamente el mismo, antes o después de las elecciones. Al Gobierno le corresponde la iniciativa.
La vía interior
La otra vía de solución es la interior, con tres condiciones: una, es que el Estado (Gobierno y oposición) tome la iniciativa y evite las discriminaciones no solamente entre grupos sociales nacionales (lo cual no es fácil, corno demuestra el caso de Inglaterra), sino también entre Estado y no Estado. Ciñéndonos solamente al aspecto económico, la relación rentas de capital a rentas salariales es los dos tercios de lo que era en 1970. Esa relación es ahora, sin duda, más justa, pero para que sea más eficaz se necesita un período de ajuste social y productivo durante el que se debe: a) incluir en pie de igualdad a cualquiera de los grupos sociales afectados, y b) aplicar al Estado la misma racionalidad que al no Estado. La ausencia de discriminaciones económicas necesitará, por extensión, eliminar las discriminaciones políticas, introducir un mercado de voces y abolir los mismos económicos y políticos que aún arrullan a este décimo país industrial del mundo, que ya es mayorcito.
La segunda condición, es que la comunidad nacional no estatal, que es quien paga las quiebras y las crisis, controle no solamente las grandes decisiones políticas del Estado de las que se ocupa todo el mundo, sino también las económicas, tanto más cuanto más afecten a la comunidad nacional. El sector público, por ejemplo, tendrá que aumentar su importancia cuantitativa y cualitativa en la economía nacional. El Estado tendrá que dejar de ser paño de lágrimas de empresas mal administradas. El sector privado debería exigir mayor rigor al sector público en un mercado de capitales escasos. Cuesta mucho creer que, casi treinta años después de que se hayan formalizado en el mundo de manera práctica los análisis beneficio/coste desde un punto de vista social para los proyectos de envergadura, todavía no se apliquen en España de manera extensiva y pública pese a los esfuerzos de muchos profesionales españoles.
La tercera condición es, una vez que se renuncia a la quiebra del Estado, hacer máxima su eficiencia hasta el límite de las ideologías. Iniciar las famosas reformas fiscales y administrativas, jubilar a los barones de la historia reciente -muchos de los cuales aún pueden prestar servicios como asesores-, incorporar al Estado una generación entera de trabajadores y técnicos mejor formados, es tarea fundamental a plazo corto. La progresiva eliminación dei sector arcaico del Estado, formado en las décadas de los 30 y 40, supondrá en los hábitos españoles un avance tecnológico que es preciso acelerar.
Don Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, aducía en el Concilio de Basilea, de 1434, para probar la precedencia de Castilla sobre Inglaterra, que «los castellanos no acostumbran tener en mucho la riqueza, mas la virtud; ni miden el honor por lacantidad de dinero, sino por la cualidad de las obras hermosas... El señor rey de Inglaterra hace la guerra, pero aquélla no es divinal».
Un Estado moderno no puede quebrar y desentenderse de sus deudas. Pero puede empobrecer al país si no deja de ser divinal y de explicar el país, cuando lo que hay que hacer es cambiarlo, y ya.
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