Descentralizar
EL CENTRALISMO -el centralismo madrileño, como se suele adjetivar, con menos justificación que la aparente- agarrota el funcionamiento del Estado español y de su Administración pública. Agarrota, también, en consecuencia, amplias zonas de la vida económica y social del país. Sin beneficiar, de manera confesable y defendible, a nadie. Madrid, la colectividad que se presume usufructuaria de tanta centralización, es hoy una ciudad apenas habitable. Su municipio se halla tan desprovisto de competencias y recursos para hacer frente a los problemas que le han caído encima como cualquier otro de España, o acaso más.El centralismo no lo inventó Franco, el mal viene de antes. Sin embargo, durante la etapa franquista, el centralismo se exacerbó. Constituía la manera de manejar la cosa pública más coherente con los principios, entre autoritarios y totalitarios, a que se atenía el Régimen. Y con la red de privilegios, discrecionalmente otorgados y más o menos confusamente configurados «desde arriba», a la que servía y de la que se servía.
Si este complejo y diverso país ha de reconciliarse consigo mismo, si aspira á una democracia viable, esta antigua malformación centralista, esta consustancial porción del franquismo práctico, ha de ser desmantelada y desechada.
Por una parte, atribuyendo competencias y recursos, según criterios que queden firmemente anclados en las reglas constitucionales, a las entidades periféricas: entidades locales, provinciales, regionales o nacionales. Los actuales ministerios, sus enjambres de organismos seudoautónomos y sus desvaídas e irritantes delegaciones provinciales han de renunciar rápidamente a su monopolio y conquista del Estado. La inmensa mayoría de los ciudadanos se han hastiado ya de sus sempiternas faltas de coordinación, discrepancias, guerras y guerrillas interministeriales; de sus cuerpos de funcionarios -esos cuerpos que se cargan el cuerpo nacional, según la conocida y exacta aseveración- y de sus rivalidades; de la generalizada y desvergonzada patrimonialización de los asuntos e intereses públicos. Ya es llegada la hora, en este país, de las instituciones políticas y administrativas cercanas al ciudadano, iresponsables ante él, y controlables desde una distancia que no imposibilite de antemano el control.
Poco significaría descentralizar o devolver competencias si no se atribuyen o devuelven, también, recursos: es decir, recursos impositivos. Cuya atribución ha de estar, por tanto, clara e indubitablemente prevista en la constitución fiscal del país. Pero debe prestarse atención a cómo se instrumenta esta imprescindible distribución de recursos, que ha de equilibrarse muy cuidadosamente, para que la descentralázación sea aceptable por todos y, con ello, practicable. Dicho en forma muy sucinta: el lugar (municipio, provincia o región) donde se recauda un impuesto no atribuye, en sí, un derecho (al municipio, la provincia o la región) a quedarse con el producto de su recaudación. Por la sencilla razón de que los impuestos se repercuten -obviamente los indirectos, pero también los directos- y se acaban pagando, de manera muy difusa, por el conjunto de los ciudadanos del conjunto del país. Así, cabe sentirse muy partidario de la descentralización y, sin embargo, rechazar de plano los fundamentos en que parecen basarse los «conciertos» alavés y navarro. Que ni son generalizables ni constituyen formas de auténtica descentralización. Son, parece, casos de «ex centralización», término que no resultaría excesivo traducir por privilegio.
Existe, en la España actual, una segunda vía hacia la descentralización que podría ser rápida y simple, y sería inmediatamente eficaz. Ocurre que la Administración central española establecida se ocupa harto poco de lo que debiera -de atender necesidades públicas-, y, en cambio, interfiere sin freno en todo lo demás. Prohibe, autoriza, subvenciona, licencia, promueve, obstaculiza; todo ello discrecionalmente o, más bien, de manera arbitrista y arbitraria; todo ello desde sus cúspides madrileñas, y sin el menor orden ni concierto, aunque siempre atendiendo con exquisita sensibilidad a unas u otras presiones de los intereses particulares afectados y a las influencias,de los influyentes. La economía política y la política económica del franquismo y de sus planes de desarrollo, en gran parte todavía urgentes, han consistido en un alucinante tinglado corporativista, en una mezcla inextricable de la Santa Inquisición y de la Lotería Nacional. Por tanto, suprimir intervenciones, depurar las funciones de un sector público que prefiere ocuparse de todo menos de lo que le corresponde, desburocratizar nuestra econornía, equivale en España a descentralizar. Y ello de manera más directamente útil y rentable para el conjunto del país y para cada uno de sus componentes.
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