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España, a la fecha/3
Tribuna
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Necesidad de los partidos

En principio -iba diciendo- no me parece deplorable el hecho de que las cuestiones políticas y los problemas de gobierno hayan quedado desvinculados de ideologías que, en el fondo, eran sustitutivo laico de la religión y que por serio, llevaban al terreno de las disputas temporales la carga explosiva de pasión y compromiso vital propia de lo religioso... Pero, por otro lado, los efectos sociales de tal «desarme» ideológico pueden ser muy graves.

Por lo pronto, la reducción objetiva de los problemas prácticos a sus propios términos inmanentes conduce a la despolitización, y con ello a la apatía, al desinterés general por la cosa pública. Pues siendo hoy día las cuestiones de gobierno tan intrincadas como son, y exigiendo como exigen un tratamiento pericial, ¿a qué preocuparse por lo que el ciudadano común no sería capaz de entender y juzgar? De ahí la indiferencia hacia los temas políticos; de ahí -y a falta de otros estímulos profundos, de otras guías trascendentales para la ordenación de la conducta humana- ese vacío espiritual de las grandes multitudes que, con abuso de una terminología marxista popularizada, se suele designar como alienación.

Insatisfacción de la abundancia

La economía de la abundancia, fundada sobre una tecnología de eficacia fabulosa y una producción industrial que requiere y promueve el consumo en masa por parte de una población cuya jornada de trabajo deja a la mayoría, de las gentes bastante tiempo libre, produce en éstas una especie inesperada de insatisfacción y aun de angustia, enfrentándolas con la nada que en todas partes acecha. En su dimensión masiva, es un fenómeno nuevo y muy sorprendente. La esclavitud del trabajo, las penalidades de la escasez y privación, colocaban al hombre en situación aflictiva sin dejarle la posibilidad siquiera de levantar cabeza. Pero la liberación de esa esclavitud le está permitiendo ahora percibir más o menos conscientemente esa atracción del vacío metafísico que se manifiesta en el aburrimiento. Y así nos sorprende algo que en apariencia es cómico: tras tantísimos milenios de gemidos, lamentaciones y protestas contra la condición de pobreza, se oye hoy en el mundo industrializado -incluida España- clamar contra la sociedad de consumo, es decir, contra la sociedad de la abundancia y del ocio... No será necesario subrayar lo que este insólito clamor tiene de sentido reaccionario implícito: el tedio de unas horas de labor poco imaginativa y las trivialidades de la televisión o de los deportes son, sin duda, males mucho más soportables que el trabajo agobiador y las durezas de un régimen opresivo; quizá las masas no desearían verse curadas de ellos... Es indudable que la sociedad actual, con su enorme desarrollo tecnológico y la prodigiosa elevación del nivel general de vida que ha producido, plantea dificultades serias, y no en vano preocupa a los sociólogos el tema, por ejemplo, del empleo del tiempo que disfrutan las multitudes. Pero, con todo, la consecuencia más grave de la despolitización no ha sido dejar esas multitudes desprovistas desprovistas de unas coordenadas mentales capaces de prestar sentido a su existencia. La despolitización ha tenido otro efecto más agudo y espectacular: el de eliminar controles que mantenían dentro de ciertos límites a quienes propensión a desorbitarse. Cuando las ideologías proveían una fe, una concepción del mundo que pudiera valer como seudorreligión, los partidos que las sostenían desempeñaban en su juego dinámico una función aglutinadora, y dentro de sus cuadros podían integrarse positivamente no sólo las personas normales con unas perspectivas sanas, sino también los tipos social y sicológicamente marginales, sumados así al movimiento histórico en calidad de útil fermento. Ahora, cuando las ideologías han perdido su garra vital y los partidos políticos se han convertido en meros instrumentos para la administración del poder público, todos esos tipos margina les, los exaltados que -con corrupción de la palabra española- se conocen bajo el nombre de desperados y que en tiempos normales tanto podían caer en el crimen como alzarse a la altura de hazañas increíbles, ahora -digo-, en estos tiempos de anomia, andan sueltos y se aplican a las actividades perturbadoras y destructivas de que cada mañana nos informa la prensa: secuestros de aviones, atentados terroristas, raptos, asaltos y toda clase de empresas absurdas.

Confusión mental

El que, en muchos de casos, sus autores invoquen motivos ideológicos, a nadie debe engañar. Si -lo que no siempre ocurre- son acaso capaces de aducir el objetivo de su acto, lo hacen mediante alguna fórmula muy simplista, de irrisorio contenido intelectual, que apenas disimula el irracional impulso, pues en verdad se trata de actuar por el acto mismo, ni más ni menos que el del pirómano que o prende fuego por el gusto morboso el de desencadenar la catástrofe o el ar simple y al parecer inofensivo conductor de automóvil que incurre en el riesgos insensatos para experimentar una emoción fuerte. Si los motivos alegados por aquellos activistas fueran sometidos a análisis mostrarían de seguro que la razón política aducida para sus desmanes sólo revelaba, en su desoladora inconsistencia, la confusión mental de quienes los perpetran. Por lo común, se trata de residuos nacionalistas o de un utopismo social; en cualquiera, mezclados y revueltos entre sí.

De modo, bastante claro puede el notarse esto observando a los grupitos o individuos caracterizados como extremistas de izquierda o de derecha (distinción fútil, pues, ¿qué es derecha o qué es izquierda en el panorama político actual?: son marbetes intercambiables, y con frecuencia se intercambian). Véase lo ocurrido, pongo por caso, con el comunismo. Cuando el Partido Comunista, como todos los demás partidos tradicionales, ha abdicado de sus antiguos contenidos ideológicos y programáticos para acogerse al oportunismo conservador, proliferan bajo la denominación de comunistas -y me refiero concretamente a España- las agrupaciones disidentes, demasiado sospechosas a veces de intenciones y conexiones provocadoras. Mientras, por otra parte, los epígonos o retoños de movimientos tan reaccionarios como el nacionalismo vasco y el carlismo exhiben de improviso unas extrañas tonalidades marxistas.

El caso español

Concretamente me refiero a España, pero no -entiéndase bien- a España en exclusividad. Lo que aquí ocurre es similar a lo que está ocurriendo en el resto del mundo, y no creo necesario señalar ejemplos que abundan en Francia, en Alemania, en Italia, en América, en todos los países... Sólo que, habiendo permanecido el nuestro encerrado en la clausura de un férreo régimen arcaizante durante los decenios en que la Europa occidental, con democracia abierta y partidos libres, desarrollaba su economía hacia esta sociedad de consumo que a la postre y contra los obstáculos de ese régimen había de refluir también sobre nosotros, propendemos ahora a considerar la actuación de tales grupitos extremistas -que es manifestación local de un fenómeno generalizado como fruto de la prolongadísima dictadura y a ponerla en relación con la lucha común del pueblo español por desprenderse de ella. De modo automático -y esto es comprensible- envolvemos en la oposición contra el franquismo (o, por el contrario, en su defensa encarnizada) un tipo de actividades terroristas que en Alemania o en la Argentina toman acaso pretextos diversos, pero que en el fondo responden a la misma situación social básica por la que en el presente está atravesando nuestra civilización. Por lo menos esto ha venido sucediendo hasta el momento. Es muy probable que de aquí en adelante y cada vez más se advierta la impropiedad de poner en el capítulo de la lucha en pro de una sociedad abierta actos de violencia paralelos a aquellos que vienen produciéndose bajo gobiernos cuyos mecanismos democráticos funcionan irreprochablemente. Pienso, por ejemplo, en la banda terrorista cuyas fechorías han tenido en vilo a Alemania; o en las manos anónimas que en Nueva York ponen bombas indiscriminadamente reclamando para Puerto Rico una independencia que el cuerpo electoral rechaza en la isla una vez tras otra.

Son males comunes que no afectan en especial aun país determinado, sino que derivan en condiciones histórico-culturales complejas, y contra ellos no cabe aplicar razonablemente sino los recursos ordinarios de la policía y de los tribunales de justicia, sin incurrir en histerias que, sobre no remediarlos, sino acaso exacerbarlos, confundirían una situación particular tan delicada como es la de esta España que busca su camino hacia la normalidad política.

Cauces necesarios

Dejando, pues, aparte esos virulentos focos de perturbación con sus inciertos y deleznables revestimiento teóricos, el gran problema que se le plantea a nuestro país es el de hallar cauces institucionales adecuados para el funcionamiento del régimen democrático que corresponde a una sociedad abierta en proceso de creciente industrialización. Ese régimen requiere, es evidente, la posibilidad de que el cuerpo electoral elija periódicamente entre varias opciones tal cual puede ofrecerlas una pluralidad de partidos políticos empeñados en competencia libre por el ejercicio del poder público en los diversos niveles municipal, regional y estatal. Tras una dictadura de casi cuarenta años (un lapso, además, que ha introducido cambios tan sustanciales en la estructura socio-económica de todo el Occidente, y dentro del Occidente, de España misma), la situación de este país mal podría compararse con la que debieron afrontar las naciones europeas a raíz de la segunda guerra mundial. Inglaterra no había sufrido interrupción en el funcionamiento de sus instituciones políticas por efecto de la guerra; las de Francia habían experimentado un colapso de sólo cinco años; en Alemania el dominio nazi había durado un decenio, y era Italia la nación que más alejada se hallaba del antiguo pluralismo partidario que el fascismo había eliminado del área política. Pero de un modo u otro, en la efervescencia de la lucha contra el totalitarismo derrotado, esas naciones restauraron la democracia, y los partidos volvieron a asumir el papel de vehículo mediador para llevar a los órganos de gobierno las preferencias del cuerpo electoral. La diferencia con el caso actual de España es apreciable a primera vista. Para empezar, el tiempo histórico es muy distinto. Aquí nos encontramos ahora consumado el ocaso de las ideologías y la consiguiente despolitización que en todo el mundo industrializado fue acentuándose cada vez más a partir de la segunda guerra mundial.

Alternativas de estilo

En este aspecto, nuestra situación sería análoga a la de Portugal, cuya apertura democrática se efectuó también después de que una prolongadísima dictadura había borrado las huellas de los viejos partidos y la memoria de una experiencia democrática en la población. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que la sociedad portuguesa no ha sufrido transformación socio-económica pareja a la de las regiones españolas de la Península, y en tal sentido vive horas de retraso histórico mayor. Ahí las ideologías residuales pueden tener todavía algún arraigo popular, como en efecto se vio tan pronto la ruptura revolucionaria les dio oportunidad de actuar en el vacío de poder. Me parece que el contraste entre la actitud del Partido Comunista portugués y el español resulta bastante elocuente al respecto: mientras éste se alinea con los partidos comunistas de la Europa occidental en un oportunismo de tonalidad conservadora, el de Portugal adopta la línea de un revolucionarismo a ultranza. En cierto modo, lo ocurrido en Portugal a partir de la sublevación que derrocó a la dictadura es similar a lo sucedido en Chile a partir de un proceso democrático: el intento de aplicar con deliberación ideológica un programa de reformas sociales basado en: ideas y realidades de principios de siglo sin perspectiva alguna de éxito en el contexto del mundo actual.

A diferencia de Portugal, en España no ha habido una ruptura revolucionaria de la continuidad política, sino un proceso evolutivo que la presión de la vitalidad nacional hacía inevitable e incontenible ya, y que una demora más hubiera llevado al estallido. Nos encontramos por eso en situación muy peculiar: necesitamos disponer de unos partidos políticos capaces de actuar frente a la opinión pública ofreciendo alternativas de gobierno; pero en el fondo, ni los políticos de profesión o afición, ni menos la masa del pueblo, parecen estar en posesión de unas convicciones ideológicas susceptibles de prestar doctrina coherente y programa de conjunto a ninguna organización partidaria; de modo que las alternativas ofrecidas al cuerpo electoral en su día es probable que sólo afecten al estilo y a los detalles de la actuación práctica. Y por otra parte, el desenvolvimiento de esos partidos, de viejo y nuevo cuño, los reconstruidos y los improvisados, tiene que cumplirse, no en el vacío de poder, sino en una pugna con los residuos de la estructura franquista sostenidos por personas cuyas convicciones -ya se puede observar- no son tampoco demasiado articuladas ni siquiera demasiado firmes, pero cuya apetencia de perpetuación en el disfrute de sus gajes no es factor insignificante.

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