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Entre la Europa "regional" y la "nacional''

El Partido Laborista y el Gobierno del señor Callaghan se aprestan a presentar al Parlamento británico un proyecto de ley sobre autonomía parlamentaria para Escocia y Gales. A pesar de sus disensiones internas, el «Labour Party» aprobó el plan por una amplia mayoría en su reciente -y tan controvertido- congreso de Blackpool. Por su lado, los conservadores y los liberales también abrigan propósitos autonomistas en relación con las dos regiones, e incluso con ciertas zonas de la propia Inglaterra. Aunque no faltan voces contrarias a semejante legislación, que a criterio de algunos podría terminar por desunir al Reino Unido, lo cierto es que este triunfo o avance, de lo cultural sobre lo sobre todo Francia, con su Bretaña y su Córcega, y Bélgica, con sus valones y flamencos, el principio autonomista ha entrado a formar parte ya de lo que se suele llamar la nueva conciencia europea. Aparte de que tal principio está siendo manejado por muchos partidos con fines más o menos electoralistas, lo cierto es que este triunfo o avance, de lo cultural sobre lo nacional o, si se quiere, de lo común -o comunitario- sobre lo colectivo, presenta características similares en todo el continente: en el plano socio-político, y hasta ideológico, las ideas autonomistas han logrado trascender más rápidamente por medios pacíficos que por medios violentos. Por eso, Londres parece ahora mejor dispuesto a darle la autonomía a Escocia y Gales -una autonomía que en diez años, según los propios escoceses y galeses, se convertirá en independencia- que a dársela al Ulster. Al menos en lo que a la Europa democrática se refiere, la autonomía y la independencia, para que puedan serlo, requieren, aparentemente, el reconocimiento de afuera; y, a su vez, ese reconocimiento exige convencimiento.Otros dos hechos están convergiendo en los movimientos autonomistas europeos, ambos muy significativos. Por un lado, esas corrientes representan hoy la realización del pensamiento inicial de los fundadores de la CEE, en la década de 1950. Frente a los enunciados de De Gaulle, que hablaba de una «Europa de las naciones», Schumann y Spaak hablaron, precisamente, de la «Europa de las regiones» y hasta de la «Europa de las aldeas». Ninguno de los dos ocultó nunca su temor ante los peligros de un excesivo centralismo burocrático, como el que en parte ahora padece la CEE, o el predominio de alguno -o algunos- de sus miembros. Temores bien fundados, si se observa la actual dictadura de Francia sobre la Europa «verde», o la de Alemania Federal sobre la financiera.

Se ha llegado así a una situación paradójica. La Europa que nació de una intención, por así llamarla, separatista, o supranacional -en todo caso abiertamente alejada de todo nacionalismo-, se ha transformado hoy en Bruselas, su centro, en una especie de nueva gran nación que pugna, justamente, por comportarse como tal. Pero los funcionarios de esa gran nación no ven ya con muy buenos ojos los intentos de que las pequeñas regiones, o las «provincias» de cada una de sus nueve naciones, estén representadas en su Parlamento o en sus organismos ejecutivos, como ocurrió hace un mes con la propuesta de Gran Bretaña sobre Escocia y Gales. La Europa de los «muchos y pequeños» (palabras de Spaak), que quiso anteponerse a la de los pocos y «grandes», se ha hecho, ella también, centralista y exclusivista, es decir, «nacional ».

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