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Tribuna
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Los ejes del problema

En las circunstancias políticas que atravesamos se suele prestar atención a los acontecimientos diarios más in transcendentes. Hay noticias que surgen a la prensa con titulares en mayúscula y que son puro fuego de artificio. Otros hechos se mueven por ambiciones personales, oportunismos que se magnifican con el calor estival, o porque la prensa -tantos años silenciada descubre situaciones que en cualquier país de nuestro hemisferio no merecerían mayor comentario si no escondiesen una realidad más grave y profunda.Esta especie de aceleración de nuestro pulso histórico no es producto de la casualidad ni de acontecimientos que de una u otra forma todos y cada uno de nosotros, desde distintas perspectivas, no hubiéramos previsto.

La dificultad de estas horas no radica, sin embargo, en la gravedad de los problemas que tenemos que resolver ni en la mala fe de unos y otros por encontrar los puntos y lugares de entendimiento y concordia.

Los problemas son difíciles y complejos porque están en juego simultáneamente muchas cosas que durante años y años habían quedado marginadas del tráfico de las ideas negociables en nuestra comunidad. Y porque además tenemos, lo queramos o no, ese telón de fondo que queda siempre al término de una guerra civil. Un telón de fondo que se hace más próximo y real cuando en él aparecen las figuras de carne y hueso - a uno y otro lado-, que lo protagonizaron durante una etapa tan próxima de nuestra vida como nación. A estos problemas se suman además los que resultan de una economía conflictiva a nivel internacional y que en nuestro caso se agrava en espiral porque aquellas otras circunstancias inciden sobre una situación ya de por sí deteriorada. Es la imagen de la ola que se abate ininterrumpidamente con violencia sin tiempo para recuperar la respiración entrecortada.

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Todas esas dificultades son de hecho superables si nos planteamos los problemas desde su verdadera perspectiva y tratamos de solucionarlos, de mayor a menor, en orden de importancia. Y así parece que hay un primer problema que tenemos que afrontar con la mayor urgencia porque condiciona la solución de todos los demás.

Se trata ni más ni menos que del problema constitucional, es decir, del proceso para cambiar la constitución del Estado y en definitiva las instituciones políticas que nacieron al término de la guerra civil. En cierta forma, en este primer y fundamental problema, las contradicciones y enfrentamientos entre unos y otros son más formales que reales.

Y digo que en cierta forma las posiciones son menos contradictorias de lo que parecen en un primer análisis de la cuestión porque la frontera que separa a los reformistas de los rupturistas no es insalvable.

No es aventurado afirmar que existe un consenso generalizado sobre la necesidad o inevitabilidad de ese proceso. Desde las propias esferas del poder -entendido en su sentido más amplio-, se acepta el cambio constitucional, aunque se rechace la terminología rupturista. Los reformistas, tanto desde el Gobierno como desde otras instancias del poder, intuyen que la reforma es una fórmula encubierta de ruptura, una ruptura controlada que es precisamente lo que propone la oposición democrática cuando utiliza el término de ruptura pactada.

En otras palabras, la ruptura -el proceso constituyente-, es inevitable para unos y otros y sólo se adjetiva de distinta manera en razón de las clientelas potenciales, de los intereses en juego y de las responsabilidades derivadas de las distintas posiciones.

Esto no quiere decir que no existan actitudes en ambos frentes políticos de sde donde se rechaza este proceso constituyente en los términos planteados. Unos porque piensan que las instituciones del Estado del 18 de julio, han sido las más eficaces de nuestra historia contemporánea. Otros porque piensan que la ruptura no se puede pactar si de verdad se desea un proceso en cuya virtud se modifiquen las estructuras del poder político y económico. Ambas actitudes no carecen de argumentos suficientemente sólidos para complicar aún más si cabe los términos de la cuestión.

Para los primeros, el ejército es su mayor y mejor garantía por cuanto se halla comprometido histórica y moralmente con el Estado del 18 de julio. Para los segundos,el proceso de ruptura llegará por vía de la presión de la sociedad en su conjunto, sean cuales sean los diques que se interpongan en ese objetivo.

Las tensiones que resultan de estas circunstancias se agravan con el tiempo, porque a medida que se retrasa ese proceso, las posibilidades de que se pueda pactar la ruptura se hacen más remotas. Si estos fueran los ejes del problema, habría que intentar, entre unos y otros, que se estableciesen los mecanismos del pacto. Mecanismos que serían tanto más viables en cuanto la oposición democrática en su conjunto ofreciese una coordinación, valga la redundancia, más coherente.

Una coordinación que no tendría por qué ser unitaria y que en opinión de algunos no debería serlo, pues ya se ve que los actuales organismos de la oposición democrática, tanto a nivel del Estado, como de las nacionalidades, no han conseguido ese mínimo de coherencia imprescindible para el pacto. Es decir, la oposición debería ser coherente, tendría que estar coordinada aunque no fuese unitaria.

Se dice por otra parte que, el primer paso sería la formación de un gobierno provisional con credibilidad democrática suficiente para iniciar el proceso y garantizar la neutralidad del poder en las elecciones. Y se olvida que estos primeros gobiernos de la monarquía son provisionales, tanto en razón de su origen como por las propias circunstancias que atravesamos. Y lo seguirán siendo hasta que se celebren las primeras elecciones de verdad, aquellas en donde no se trunque la voluntad popular.

Es evidente pues, que el actual Gobierno es tan provisional como el anterior y carece de credibilidad para abrir ese proceso. Pero la credibilidad podría conseguirla con sus propios actos si como se dice «se echase pálante» y le perdiera el miedo al proceso.

Soy de los que pienso que hoy por hoy, todavía, la iniciativa de la ruptura pactada le corresponde al Gobierno o más exactamente a las instituciones del Estado. Y no sólo le corresponde sino que ese es su compromiso histórico y su responsabilidad.

A la oposición democrática por nuestra parte, nos corresponde la responsabilidad de forzar ese proceso presionando implacablemente a este Gobierno, o al que le suceda, para que se enfrente con las urnas en condiciones que garanticen la veracidad de las elecciones. Asumiríamos así cada quien, nuestra primera y más grave responsabilidad en esta etapa de tránsito.

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