Yo, fracasado
Si la pedrada fuese una disciplina olímpica, España sería una potencia mundial como lo son los etíopes en el medio fondo o los jamaicanos en la velocidad
“¿Te parece que se puede usar la palabra fracaso cuando llegas a una final olímpica en tu casa, la pierdes tras jugar tres prórrogas y consigues la primera medalla del waterpolo español? Pues se usó, nos dijeron que aquello había sido un fracaso”. El que habla, con un punto de amargura en la voz, es Manel Estiarte: iI Maradona de la pallanuoto, abanderado del equipo español en Sídney 2000, campeón de todo, siete veces elegido el mejor jugador del planeta, máximo goleador histórico de los JJOO, premio Príncipe de Asturias, Medalla de la Real Orden del Mérito Deportivo y no sé cuántas cosas más: su verdadero fracaso es no haber petado la Wikipedia.
Un fracasado soy yo, que tardé casi tres años en aprender a caminar, otros cuatro en aprobar Educación física de Primero de BUP y que, a mis cuarenta y tres años largos, tengo al director de mi sucursal bancaria desesperado, llenándome el buzón de voz cada fin de mes con mensajes del tipo “Hombre, Rafael. Tampoco digo que te metas en un convento pero piénsate un poquito las cosas”. Y no soy el único, supongo. Porque si algo marca el umbral del fracaso en esta vida es optar por el camino corto, por no intentarlo, por conformarse, apalancarse y descargar toda esa frustración sobre los resultados deportivos de quienes han consagrado su vida a superar los propios límites.
“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”, dice el evangelio de San Juan, 8,1-11. Si la pedrada fuese una disciplina olímpica, España sería una potencia mundial como lo son los etíopes en el medio fondo o los jamaicanos en la velocidad. Mi padre, que tiene más años y memoria que yo, me contaba el otro día una anécdota que tiene la fiabilidad de su palabra, que es casi la de un contrato. Se acordaba de aquellas primeras olimpiadas convertidas en espectáculo nacional y de José María García cortando a uno de sus colaboradores cuando se disponía a ofrecer los resultados del día en el centro acuático: “No te líes, vamos al grano. ¿Se nos ha ahogado alguno?”, decía Supergarcía para descojone nacional. Eran otros tiempos, quién sabe si mejores o peores que los actuales, pero otros tiempos.
Teri Portela, piragüista, mamá, de Cangas, disputaba en Japón sus sextos juegos: una proeza difícil de igualar. Sin embargo, el honor de abanderar a la delegación española en la ceremonia de inauguración correspondió a Mireia Belmonte y Saúl Craviotto, depositarios de la gloria nacional por una cuestión de segundos, a veces de centésimas o incluso de milésimas. Nada que objetar a sus merecimientos, solo faltaría. Pero ahí estaban también los de Teri, por fin reconocidos tras colgarse una plata en Tokio con la que pocos contábamos. Para ella, Ana Peleteiro o Nico Rodríguez son los mensajes en redes de los principales políticos gallegos, las fotos en portada y los artículos de opinión con palabras rescatadas del Amadis de Gaula.
En el otro lado de la balanza, y por buscar un ejemplo circunscrito a la misma carestía y los pimientos de Padrón, nos encontramos a Támara Echegoyen: cuarta junto a su compañera Pala Barceló, a un punto de la medalla, regresando del otro lado del mundo entre silencios, como si vivir instalada en la élite mundial de cualquier deporte no fuese, ya de por sí, una auténtica proeza: ni mascarón de proa del deporte gallego, ni tuits de las autoridades competentes, ni nada de nada. Con un punto más hubiese aprobado yo aquella asignatura maldita, mi padre me habría recompensado con una piscina -confiando en los prejuicios de Supergarcía, claro- y uno de los dos habría continuado con su vida sin sentir que había fracasado: así va esto, tristemente.
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